CONOCIENDO A CARLOTA
Su ceño fruncido lleno de arrugas me ametrallaba sin necesidad de balas. Como solía suceder, ella esperaba de manera paciente la reacción intempestiva ante sus gruñidos despojados de palabras, construidos en base a silencios tendenciosos; igual que cuando nos invitaba a almorzar los domingos a esa casa del siglo XIX, siempre recriminando, en sutil lenguaje de señas, con gestualidad poco ampulosa y bufidos disimulados, que su nuera ni siquiera era capaz de hacer una torta casera. Que en lugar de apelar a mi limitada capacidad en la cocina, optaba por la herejía de comprarla hecha en la confitería que está a la vuelta de casa. Vale la pena repetirle al lector que la susodicha no necesitaba poner en marcha esa dicción aguda y marchita para que una pudiese percibir el decir arbitrario, el puñal frío buscando desatar el tsunami de rechazo latente que habitaba mi alma de zorra mal parida; apestosa zorra que finalmente había secuestrado a su hijo, tendiéndole trampas caza ratones en el