METAMORFOSIS
No llegamos
más. Como si las agujas del pequeño artefacto, que rodea mi muñeca izquierda,
no se moviesen. Le comento alguna chotada a la “Negra” Claudia, quien al ritmo
de un “no jodas” estruendoso me invita a conciliar el sueño. Sin embargo, no
puedo pegar un ojo; y eso que apenas dormí un par de horas entrecortadas anoche.
Preso de ese minúsculo asiento reclinable veo frustrada la necesidad imperiosa
de estirar las piernas y sentir que mis doloridos glúteos están libres de toda
opresión. Enciendo el MP3 y me tranquilizo un rato. La Vergarabat, pa ir
entrando en clima. Pispeo a través de la ventana. Cielo celeste, nubes ausentes.
Ojala siga así pienso para mis adentros. El sol, imponente y radiante, traspasa
el vidrio y me pega de lleno en la nariz aguileña. La ruta está prácticamente
deshabitada y el chofer acelera el paso. Llegamos a Colonia. El ómnibus frena
ante el resoplido generalizado de los pasajeros hastiados. Otra vez arroz. No
puedo creerlo. Tercera parada del viaje. Miro el reloj con insistencia. El
movimiento de la mano es constante y nosotros seguimos estancados ahí. ¡Por
Dios! Las jodidas circunstancias me hacen evocar al todopoderoso. Justo yo, tan
devoto y seguidor de todo lo que sea religión. Percibo el ruido del motor que
me indica el reinicio de la odisea. Acumulo aire en mis pulmones y exhalo una
bocanada que provoca la espontánea sonrisa de la “Negra” Claudia. Enseguida se
da media vuelta y retoma ese imperturbable sueño reparador. Ya falta menos.
Saco los lentes del estuche y comienzo a leer el libro de Fontanarrosa. Dos
cuentos muy cortitos. Vuelvo a clavar mis ojos en el reloj. Colocó el marcador
en la hoja 126 y guardo al inmortal “Negro” en la mochila. La compañera de
aventura se despierta y enuncia la frase mágica: “Ya llegamos Joel”. La miro y
esbozo una sonrisa de oreja a oreja. Los ojos me brillan y parece que se me van
a salir para afuera. Vamos carajo, al fin. Carmelo. Destino final. Sin más
falsas alarmas de llegada ni estancamientos eternos. El deteriorado medio de
transporte se detiene y la gente empieza a bajar con premura.
Piso
tierra firme y respiro con ganas. Mi maltratado culo, achatado y malherido, se
ventila y disfruta de la merecida libertad. Muevo las piernas e intentó
aflojarlas. El gesto adusto se evapora y los olores varían inexorablemente. La
imagen de la ciudad cambia por la del pequeño pueblo. Metamorfosis. Horas que
se convierten en segundos. Karina espera en el auto. Llegamos a la casa.
Amplia, con muchas habitaciones y un jardín de ensueño. Hay parrillero y todo.
Los músculos se descontracturan. Conozco a la familia de Kari; dos hermanos
desopilantes y una madre servicial por demás. Comemos unas ricas milanesas de
carne y dormimos una típica siestita, de esas que no pueden faltar en cualquier
rincón del interior del país. La “Negra” Claudia casi me tira la puerta abajo
de tanto golpe. “Te acostaste hace dos horas querido. A levantarse que nos
vamos a la playita”, me espeta con esa voz gruesa, que emana autoridad. Short
de baño, protector solar y a disfrutar la calurosa tarde de Carmelo. La playa
no es gran cosa, aunque al pensar que no estoy en la Pocitos, creo estar
deambulando por el Caribe. Poca arena, un mar demasiado manso, en el que hay
que caminar tres kilómetros para que el agua te llegue a la cintura. Carne de
primera. Alguna de exportación y otra del bendito mercado interno. Excelentes delanteras
y defensas. Para mejor, llegan las amigas de Karina. Fluye el goce celestial.
El mate, los bizcochos, las féminas a mi alrededor y… ¿el atardecer? ¿Ya? “Son
las 9 Joel. Faltan dos horas pal recital” me avisa Karina. ¿Qué? Pero no hay
chance. Si llegamos hace cinco minutos…Nos bañamos como bólidos y, como buenos
alcohólicos empedernidos, arrancamos al almacén. Cinco Patricia y dos Pilsen,
debido a que algunas de las muchachas no gustan de la cerveza con nombre de
mujer. Le damos a unas muzzarellas, chupamos del bendito líquido color pichí
como si fuésemos esponjas. Hacemos chistes boludos. Chocamos los vasos y en el
brindis clamamos por una noche de aquellas. Che, pero que poco aguante. Alguna
va al baño y noto que camina medio torcido. Aiaiaiai, esto es vida…”Apuren
porque sino se quedan de a pie”, exclama la madre de Karina y todos hacemos
unos biónicos fondos blancos. Observo el reloj luego de muchas horas y
compruebo lo vertiginoso de los últimos acontecimientos. Sigo sin comprender lo
fugaz. ¿Porqué tanta diferencia entre algunas cosas y otras? Un nuevo grito
interrumpe la inútil reflexión. Subimos a la camioneta y partimos. Terminó con
la baba que suele quedar en el fondo de las botellas y la radio empieza a sonar
con la prepotencia de los potentes parlantes…
Un
par de policías, con cara de haber tenido sexo hace una década, me revisan
exhaustivamente. ¡Epa, aguanta un cacho bo! ¿Qué estás tocando botón? Dos
hombres, con aspecto de patovicas, nos cortan las entradas. Todavía está el
toque de los pibes de Carmelo. La mente ya inmersa en ese prólogo de locura
existencial. Ahora sí. El pelado, los gritos, Bersuit. Volviendo a las raíces,
sin campaña publicitaria previa, ni entrevistas televisivas promocionales. Solo
música. “Desconexión Sideral”. Psicópatas itinerantes, mutando una y otra vez.
De un rockanrol a una cumbia. Murga. Candombe. Tango. Las canciones se suceden,
igual que el agite. Reivindicación de lo grotesco y lo sutil, apología del
cojer y el amar. Poesía en el barro. Pura, dura. “Poniéndole grasa a la pasión”, como dice la “Negra murguera”. La
catarsis se prolonga. Evacuando miserias cotidianas. Corazón a mil y descarga
de adrenalina. Ya no tengo voz. Dos horas y media de descontrol terminan
abruptamente. ¿Cómo? ¿150 minutos? Na, na. Me tan cachando gente. Maldigo lo
abstracto del tiempo, el no poder palparlo. No poderlo explicar racionalmente y
convencerme a mi mismo de su misterioso transcurrir. Más cerveza, mucha
“cachaka”, bailongo de pueblo, mareos inevitables por la excesiva ingesta de
alcohol y de repente…
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