CONOCIENDO A CARLOTA
Su ceño fruncido lleno de
arrugas me ametrallaba sin necesidad de balas. Como solía suceder, ella
esperaba de manera paciente la reacción intempestiva ante sus gruñidos
despojados de palabras, construidos en base a silencios tendenciosos; igual que
cuando nos invitaba a almorzar los domingos a esa casa del siglo XIX, siempre recriminando,
en sutil lenguaje de señas, con gestualidad poco ampulosa y bufidos disimulados,
que su nuera ni siquiera era capaz de hacer una torta casera. Que en lugar de
apelar a mi limitada capacidad en la cocina, optaba por la herejía de comprarla
hecha en la confitería que está a la vuelta de casa. Vale la pena repetirle al
lector que la susodicha no necesitaba poner en marcha esa dicción aguda y
marchita para que una pudiese percibir el decir arbitrario, el puñal frío
buscando desatar el tsunami de rechazo latente que habitaba mi alma de zorra
mal parida; apestosa zorra que finalmente había secuestrado a su hijo,
tendiéndole trampas caza ratones en el corazón, el cerebro y por sobre todas
las cosas en la cama. En lo que a mi respecta, el odio me consumía a fuego
lento cuando ya notaba a lo lejos el andar decrépito del vejestorio acercándose
hacia mi persona; sin embargo, ante cada provocación de su autoría, no sé de
qué forma pero yo lograba mantener el control, no dándole el gusto, manejando
con inmejorables técnicas de budismo zen la ira carcomiéndome las entrañas. Una
falaz sonrisa plastificada asomaba en la comisura de mis labios, como si un
cuento de hadas interrumpiese semejante escena de Realismo Atroz golpeándome
salvajemente el sistema nervioso.
-Aiii hola mi amor ¡que linda estás hoy!
-Le agradezco mucho Carlota. Lo mismo digo (si serás falsa vieja arpía)
-mmmmm…a ver…pero que es eso que sobresale ahí abajo, jajaja… ¿Será que
mi nuera favorita tiene unos kilitos de más? Un chiste mi vida
-jajajajajajaja,
que ocurrencias (habló el objeto de museo. A vos no te tocan ni con un
palo)
- Perdón la inquietud, quizá te parezca impertinente de mi parte pero…¿había
necesidad de ponerte un vestido tan al cuerpo corazón?...sos hermosa de todos
modos, no hace falta vestirte tan provocativa. Vos deberías decirle algo
Gabrielito…Y no es por nada pero esos tacos están un poquito pasados…
-…
(silencio piadoso)
Así me acostumbré a vivir;
en un conflicto constante entre mis sentimientos reales y la necesidad de
aparentar civilización ante la barbarie de una suegra lobo con piel de cordero rondando
los pasillos de mis tormentosas neuronas, ya repletas de excremento proveniente
del mundo exterior, más que del mundo exterior, del planeta en el que habitaba
aquella detestable redondez andante, llena de celulitis y grasa colgando por
todas partes. Los momentos de ingratitud absoluta se sucedieron uno tras otro;
en las fiestas de la escuela de los nenes, en el baby futbol o en una
exposición de arte contemporáneo siempre había espacio para sumergir
metafóricamente, cuanto menos un pequeño dedo índice en el orificio de mis
nalgas maltratadas por tanta crueldad gratuita. El agua del mate esta fría. Se
pasaron los ravioles. Esa música es para gente de una clase social diferente a
la nuestra, aseguraba con ojos altivos.
Domingo tras domingo sus
dagas traicioneras aumentaban la grieta entre mis modales de dama de salón y los
perversos deseos homicidas repiqueteando en lo más profundo de mí ser;
dicotomía imposible de evitar ante semejante espécimen haciendo tambalear a
cada instante los cimientos de la vida común. Entonces era llegar y ver los
crucifijos inundando aquellas habitaciones oscuras, cual plaga maliciosa
lastimando los ojos de una vampiresa; en cuatro años se sucedieron una serie interminable
de monólogos de pureza infinita, votos de castidad, infierno ardiente para
pecadores de poca monta y matrimonio para siempre, pase lo que pase, sea lo que
sea. Algo muy parecido a una colorida y pomposa burbuja de jabón burgués en la
que Los Bermichelli se habían movido con suma comodidad a lo largo de sus
prolongadas existencias; yo, quizá guiada por mis preconceptos, sospechaba que
debajo de esa alfombra roja y reluciente podía esconderse cierto barro mundano,
sin embargo desistía de tal pensamiento debido a los enérgicos e indignados
reclamos de mi amado esposo, poseedor de un inconmensurable complejo de Edipo.
Un fin de semana, Gabriel se
enfermó de llagas y yo, dichosa hasta desembocar en la plenitud, creí haber
evitado la dosis de auto flagelo semanal y tortura inclemente; hasta que la
brillantez del inepto me sugirió que vaya igual a visitar a su mamita querida,
así le daba una gratísima sorpresa, ya que ella también iba a estar sola debido
al viaje de negocios de Don Bermichelli; en ese instante las gotas de sudor
brotaron a borbotones por mi espalda, la cual se encorvó de forma instantánea.
Repentinamente, sentí la soledad y el desamparo taladrándome los huesos; indefensa,
imaginando el feroz ataque de una serpiente cascabel, aprovechando la ocasión
de tenerme a solas, queriendo depositar de cualquier modo su veneno mortal en
el torso, los brazos, las piernas o hasta las tetas. Por un segundo dudé
fatalmente del amor que él decía profesarme ¿No alcanzaba con que le limpie las
palometas de los calzoncillos?... ¿No alcanzaba con estar siempre gauchita y
dispuesta ante el pedido de cualquier fantasía loca?... ¿Acaso no era
suficiente fumarme en pipa sus aburridos partidos de fútbol?...Esto que me
pedía más que una prueba de amor; era firmar el acta de defunción, el camino más doloroso y largo hacia ese
destino inevitable llamado muerte, parca o final. Como siempre, y más allá de
refunfuñar para mis adentros durante un breve lapso de tiempo, accedí esbozando
la mejor sonrisa que uno pueda comprar en la feria de los artesanos. Claro, él
me conocía de sobra y no creyó mi sobreactuada alegría; de todos modos, me
devolvió la sonrisa como valorando sobremanera el esfuerzo infrahumano que
estaba a punto de llevar a cabo.
Llegó el domingo y el
destino comenzó a hilvanar su maquiavélica telaraña. Esperé el 183 moviendo las
piernas con notoria premura; como queriendo que todo termine antes de que
siquiera haya empezado. Igual que cuando uno llega al primer día de un trabajo
que no le gusta, muy similar a aquella oportunidad en la que tuve que dar el
examen de quinto año de bachillerato de Matemáticas. De repente, el rugido
insoportable del Cutcsa me sacó del letargo; luego de que el cachilo haya
frenado, tomé impulso. Los cinco escalones de ese ómnibus condenado se
transformaron en veinte y, sin percatarme, repetí siete veces la palabra CORAJE.
La música logró abstraerme durante media hora en la que mis ojos se cerraron y
una paz interior que jamás volvería a experimentar me llenó los pulmones de aire
puro, tan puro como el asco que me invadía a la hora de enfocar aquellos ojos
torcidos. Llegando al Paso Molino toqué
el timbre y antes de descender la escalera eterna que conducía al infierno
volví a repetir CORAJE, aunque esta vez las repeticiones fueron 20.
Arribado al lugar tan
temido, golpee la puerta una y otra vez pero nadie contestó a mi nada ansioso
llamado. Mire el reloj pensando que podía estar en misa lavando trapos sucios
de la semana; sin embargo las agujas marcaban que el mediodía ya había empezado
cuarenta minutos atrás. Fue cuando el hastío comenzaba a inundar mi alma, que
mi perspicaz oído escuchó un sonido proveniente de aquella construcción de la
época de las cavernas. Probé girar el pestillo como iluminada por la intuición
femenina de la que tanto hablan y que yo jamás había tenido; sucedió la
excepción que confirma toda regla y allí sí, la rareza se adueñó por completo
de mí ser. ¿Carlota dejando la puerta abierta con todos sus encendidos
discursos de la inseguridad que acecha? Un baño de osadía recorrió mis
extremidades e ingresé en la casa de las pesadillas, como poseída por un
masoquismo insoslayable que me empujaba hacia lo desconocido. Los libros del
tarot estaban extrañamente desordenados en la mesa del living; sin la
clasificación alfabética y maniática a la que solían responder.La sorpresa fue grande al
ver un cenicero tapado de puchos, pero fue mayúscula al observar dos botellas
de ron por la mitad y una de caña brasileña totalmente vacía. Los ojos se me pusieron
saltones y la boca quedó sin saliva, seca como el desierto del Sahara; aquella
apología del exceso no podía corresponder a Carlota, La Inmaculada… ¿o
sí?...
Avancé por el corredor que desembocaba en el dormitorio y unos pasos
antes de llegar escuche pequeños susurros, imperceptibles gemidos. Cuando vi
que la puerta del dormitorio estaba entornada me aproximé, sin acercarme del
todo; como presintiendo la escena traumática que me perturbaría para siempre.
Pude percibir que el Cristo crucificado que descansaba arriba de la cama
temblaba sin cesar, como aterrado ante el sacrilegio del que estaba siendo
testigo privilegiado. La curiosidad, siempre mala consejera, me impulsó unos
pasos más y allí aprecié finalmente aquella obra del demonio en toda su
dimensión; los pechos flácidos de Carlota se sacudían, presos de un corset
negro de cuero que parecía estallarle, dando rienda suelta a la debilidad de la
carne en versión completa, sin medias tintas. Dos jóvenes de tez oscura, con
pinta de brasileños y cuerpos esculturales, desataban toda esa libido acumulada
vaya a saber uno desde que tiempos inmemoriales. Lo cierto es que mi amadísima
suegra cedía ante la tentación de la lujuria y no parecía estar muy preocupada
en lo que concierne a los padres nuestros que le iba mandar rezar el Curita Arnoldo llegado el
momento de la confesión. Por mi parte, solo atiné a la perplejidad, helada,
inmóvil; tal como aquellas estatuas de mármol de esos museos horripilantes a
los que la glamorosa Carlota me llevaba con asiduidad.
Por suerte, y luego de
algunos instantes que se hicieron eternos, salí del letargo y desaparecí del
lugar del crimen antes de que cualquiera de los tres notara mi presencia.
Volví
a pisar la vereda de baldosas partidas y me sentí aturdida, ida, como trasladándome
a otra dimensión lejos del planeta tierra; ausentes los insoportables rugidos
de los motores azotando Bulevar Artigas, mis tímpanos solo registraban aquellos
gemidos cuasi mudos de mujer adúltera, la retina no lograba desprenderse del
corset que dejaba entrever la infinidad de rollos grasientos moviéndose con
frenesí. Así seguí hasta tomarme el ómnibus de vuelta hasta que reaccioné y
pensé en delatarla, escracharla con su Gabrielito, incluso me arrepentí de no
haberla grabado con el celular, el estupor me había dejado en stand by. Todas
las ingenierías de planes malevolentes recorrieron hasta el último recoveco de
mis pensamientos; sin embargo, pasado el primitivo deseo de venganza, sentí que,
como una gran paradoja que nos sorprende en la vida, por primera vez quería a
mi suegra sin necesidad de fingir. Que gracias a dios o a no sé qué otra fuerza
sobrenatural, aquel disfraz de piedra preciosa e impoluta era solo una fachada; la sentí humana por primera vez, de carne y
hueso, con debilidades, confusión y sentimientos atronadores. No sé porque,
pero más allá de los cuernos enormes que estarían brotando fuera de frontera,
no la juzgué en lo más mínimo; esbocé una sonrisa amplia, después de todo mi
suegra no era un objeto inanimado, sino un mortal más, falible y terrenal.
© naturacontracultura 2012–2016 |
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