TABLAS



Se tiran al piso… Lloran desconsolados… discuten con fingida vehemencia… Bostezo. No puedo evitarlo. La mujer es diminuta, con dos trenzas y pollera por los tobillos. Ella le enrostra al hombre, de barba tupida y frente arrugada, desdicha eterna, lugares inconmensurables, sentimientos imposibles de medir, sueños fatalmente incumplidos; sin embargo, él la consuela, susurra en su oído, la toma de la cintura. Seguro que la terminará besando, pero no… Iluminados por una luz tenue, sus caras transpiran a más no poder. Los parlamentos empiezan a tornarse cada vez más dramáticos y el contacto entre las bocas no se produce. Representación enigmática. Indescifrable dramaturgia. Motivación al vuelo del pájaro. Tragedias, revoluciones, filosofía, reflexión. ¡Qué es esto!, pienso para mis adentros espantado. Ahora debería venir la parte en que…, pero no. Lo impredecible gana la escena y mi sentimiento de incapacidad comprensiva aumenta a ritmo galopante. Rutina fuera de foco. Relampaguean dilemas existenciales, lenguajes corporales, interrogantes en exceso. Adolezco falta de lugares comunes. La banalidad de lo obvio brilla por su ausencia; igual que la diarrea oral, la evidencia instantánea, el rastro de lo unívoco…    

Los actos transcurren, uno tras otro; pausados, cuasi soporíferos para la dejadez y el aislamiento de la media neurona que aún no ha sucumbido ante la mecanización postmoderna. Apelando a simbologías aparentemente complejas y sentimientos exaltados, transitan los subnormales aquel submundo de laberintos inexplicables. Faltan tiros, ciencia ficción, efectos en 3D. Intentó seguir la trama, aunque la pesadez me sofoque. Diálogos cortados, casi imposibles de digerir. Desautomatizados, desafiantes, inmersos en una vorágine de desvíos lingüísticos que se rebelan ante lo preestablecido. El que está en la butaca de al lado me habla de la otra cara de la moneda. El estado puro de las cosas, lo fascinante del ser primitivo. Saber apreciar este desorden perfectamente ordenado. Yo solo atino a hablar con mi “yo” interno;  “Bueno imbécil, no tiene porque gustarme lo que te gusta a vos”. Me hace un interminable y aburridor discurso acerca de la interacción humana, la cercanía entre el público y el protagonista. Nombra a un tal Florencio, a un tal Ibsen, a un tal Brecht. Insiste con este último. Pero no hay trajes camuflados, ni audio Dolby Surround, ni muertes sangrientas; mis ojos parecen apunto de bajar sus persianas, aunque todavía resisten. Acá hay vida, se atreve a contestarme el condenado, sacándome del letargo. Lo miro con ganas de insultarlos de arriba abajo, aunque al final decido no responder a sus provocaciones sin argumento.

Pienso en la ventaja de las Nuevas Tecnologías, el confort que nos regala el vacío de la evolución. Programas de dudoso entretenimiento, informativos repletos de noticias policiales similares, muchas veces, a caricaturas. No hay comparación. Percibo una estremecedora sensación de tener el cerebro prendido fuego. No lo soporto más. Muevo mis piernas de un lado a otro; estoy inquieto, agobiado por la infamia de lo desconocido. Me perdí el partido por esto, no puedo creerlo. Al menos podrían vender pop y Coca Cola le vuelvo a comentar en silencio a mi mundo interior. ¿Cómo hacen para ni siquiera pestañear? Me levanto y comienzo a caminar lentamente hacia la puerta de salida; no sin antes, reanudar el andar del teléfono celular. Cientos de ojos inquisidores me atraviesan como dagas. Recaen sobre mi lomo encorvado, se posan sobre mi nuca. No quiero darme vuelta, pero siento sobre mis espaldas, la acusación hecha mirada. Aceleró el paso y logró escapar. Una catarata de sudor inunda mi rostro, pero estoy aliviado. Escucho algunos murmullos provenientes de la sala (más que sala, sucucho), respiro profundo y largo la bocanada de aire contenido. Primera y última vez, no hay dudas. El boletero también mira torcido; como objetando mi abrupta salida. Miro para arriba y agradezco al cielo el no pertenecer a este mundo de intolerantes. Tomo un taxi y llego a mi casa. Por fin. Ella me recibe con un beso desapasionado y me sirve la comida. Prendo la televisión. Carajo, vamos perdiendo 3 a 0, esto no lo da vuelta nadie.
           
-¿Cómo te fue amor?-me pregunta por compromiso.
            -Horrible. No entiendo como puede haber gente a la que le guste el teatro-respondo enfáticamente, volviendo de inmediato a la adorada monotonía de lo cotidiano.

Ahora el resguardo impenetrable. Ya, completamente, a salvo de cualquier tipo de experiencia revitalizadora que inspire replanteos incómodos y despierte cuestionamientos inoportunos. Exquisita modorra. Plácido desinterés. Mente en blanco. Sometido al círculo vicioso y tranquilizador. A jornadas que, indefectiblemente, arrancan a las 8 de la mañana con el mate; jornadas que, inexorablemente, terminan a las 12 de la noche con zapping descontracturado. Viviendo para trabajar, trabajando para aparentar, aparentando con la intención frustrada de ser. Obedeciendo disciplinadamente designios de modismos frenéticos. Felizmente alejado de aquel caótico pensamiento crítico y esos herejes corazones calientes. Orgulloso por haber huido de las subversivas y mágicas Tablas.

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