ESA SANA INQUIETUD
Atosigado por materiales
plastificados, Mauricio tuvo la primera sana inquietud de su corta existencia.
¿Por qué tanto él como sus compañeros de jardín de infantes, debían usar ese
uniforme celeste, con bolsita cuadrillé incluida, que más que niños los hacía
lucir infradotados?, se preguntó el imberbe para sus adentros. Tras dicho
suceso, una larga fila de incógnitas comenzaron a gobernar su vida; parecía un
joystick de viejo Atari, indefenso y obediente ante los mandatos de su profunda
curiosidad, la cual no le permitía llegar a la paz eterna de la que le habían
comentado sus abuelos católicos y practicantes. Mamá Brenda y Papá Roberto
intentaron amainar la sed inquisidora desde el comienzo, pero el mal se
expandió. Se cuestionaba porque los grandes tratarían como idiotas a los niños;
confundir ternura con imbecilidad a ciertas alturas le resultó patético. El
gesto adusto de la criatura en cuestión ante cada morisqueta carente de naturalidad
por parte del adulto. A los 4 años ya lo atormentaba el uso del pito; ¿Serviría
únicamente para hacer pis o existiría alguna función siniestra que sus
progenitores le estuviesen ocultando? Ya al tanto de los néctares del cuerpo
humano, salvó materias sin chistar, gozó de novias procaces y consumó los primeros
excesos.
Las pasiones se sublevaron como las flores en la primavera; todo se transformó en debate desmesurado, reflexión incipiente, grito pelado con aires de argumento sólido. Indagó sobre cual era la ventaja de tomar la comunión y, ante falta de respuestas convincentes desistió de tal propósito. Tanto lo inquietó el primer sello de votación en su credencial que los asuntos políticos partidarios empezaron a acecharlo. No escapó a los moldes imaginarios, ni a los formadores de opinión; sin embargo decidió hurgar en bibliotecas descangayadas donde tomo conciencia que existían alternativas a lo que Dios manda. Se topó con caras poco estilizadas y paredes llenas de humedad; lo imperfecto empezó a carcomerle los sesos. Pinturas abstractas, decoraciones rústicas, indignas de discursos mayoritarios. Entrado en años, lo inquietó hasta estremecerlo su fanatismo futbolero. ¿Con que fin tener los músculos entumecidos, la panza crujiente, el cerebro confundido?
Apoyado
en un mostrador de mármol añejo, inquietado por las mieles amargas de Nietzsche
y Tolstoi, decidió plegarse a corrientes anticorrientes. Sería igual que el
resto, pero al revés. Fue tan solo pestañear y verse, en el espejo, la frente
llena de slogans y la boca de dogmas. Años después sintió nauseas y vomitó un largo
diccionario de frases ajenas. Víctima y victimario en los menesteres del amor,
siempre lo habían inquietado las morochas; sin embargo, las trampas de la
existencia le cruzaron en el camino aquella rubia de mirada cristalina. Preso de un peculiar desasosiego, sintió la
necesidad ineludible de patear, una y otra vez, el empedrado de la rambla, con
la mirada perdida en el horizonte inabarcable y la cabeza repiqueteando al compás
de sueños, vacilaciones, certezas e improbables. Punta Carretas-Barrio Sur era
el circuito predilecto para deambular en torbellinos salvajes y contradictorios.
“¡Que tipo inquieto!” se quejaban los amigotes cuando a la hora del asado se le
daba por pararse a cada rato. Parecía tener electricidad ahí mismo, donde las
lombrices optan por ir de vacaciones cada dos por tres.
Las
velas de la torta aumentaban, igual que los interrogantes. Nada disminuía su
enajenación por lo desconocido. Conoció ruinas, murallas y torres; paisajes
verdes, desiertos y muchedumbres. Eligió la nieve, el sol y, sobre todo, la
luna, quien se transformó en ama y señora durante algunos lapsos agitados de
vida tormentosa. ¿Para que servirá la Literatura? le susurró una voz interna al oído,
cuando pisaba los 50. Él prefirió callar; aunque también rió. Se rió de la pobreza
conceptual, del incrédulo, del pragmático; burlose del parlanchín de feria que
no sabe de flotar, ni de atentar contra la fuerza de gravedad. Refutó vagas teorías
acerca de teóricos vagos. Huraño y solitario, perdió pelo pero no mañas; la
inquietud insistió, una y otra vez, en frecuentar su morada. Después de mucho
escarbar lo subterráneo, sintió como propios a Woody Allen y Les Luthiers;
disfrutó hilando pedacitos invisibles de lucidez. Desembocó en planetas
atemporales. Maldijo a pedantes confabuladores, dueños de alegrías infames y
se agarró fuerte de manos afectuosas.
Ya siendo
un septuagenario (palabra que odiaba y que asociaba a las crónicas rojas), con
los ojos clavados en el ventilador de techo, Mauricio se percató de lo vertiginoso;
aceptó a regañadientes lo fugaz del viaje. Sabía que ignoraba más de lo que
sabía, decía el juego de palabras. Ser consciente de sus limitaciones lo hacía
sentir más humano, a esa altura del partido. Temblaba como una hoja, recostado
en el helado camastro de la vieja casa ubicada en Jaime Zudañez; rodeado por
una ínfima parte de aquellos que habían formado, de una manera u otra, la biblioteca
anecdotaria de su vida. Cómo no iba a inquietarlo el final, siempre prematuro,
al llegar a la encrucijada. Su mirada recorrió, uno a uno, los rostros que lo
acompañaban y, por primera vez, notó que la incertidumbre era miedo aterrador;
intentó disimular las lágrimas resbalando por las mejillas arrugadas, riose con
sorna y se entregó, mansamente, a las inquietudes del más allá.