ENTRAÑA DE UNA TRAVESÍA
Persiguiendo verdades
esquivas en tramas lúdicas de cotidianeidad, las miserias le sacudieron la
quijada de repente; arrastrándose en la lona advirtió en carne viva un sismo
penetrándole el torso velludo. Extensión del conteiner de basura que levantaban
todas las mañanas en la puerta del edificio, sintió se estiércol latiendo en la
entraña de la travesía, dispuesto a inundar con aroma execrable la adicción a lo
mundano; de la oscuridad brotó un rayito de luz, pequeño como la más
insignificante de las hormigas, casi un identikit del gusano interior que
minuciosamente le borraba la sonrisa segundo tras segundo. Imploraba diván
imaginario, ráfaga de existencialismo, despojada de elaboración intelectual,
flotando pedazos deshilachados, sentimientos taciturnos. Descartada la pantomima
de naturalidad, sin migajas de pasión mintiendo verdades. Aquel momento
revolucionó las ocultas tempestades del alma; una poderosa ración de nicotina
diaria trataba en vano de saciar ansiedades nocturnas, persecutas rastreando el
extravío, anhelos de posteridad hechos trizas. Atravesando ríos caudalosos de temores
omnipresentes pisó tierras desconocidas, tendientes al resbalón de una
deficiencia congénita que lo hacía gritar de dolor, como si fuese ese insecto
rastrero intentando escabullirse entre zapatones de charol, acorralado, sin
salida de emergencia. Mezcladas gotas de sangre y sudor, excediendo sus
limitadas capacidades; páginas arrugadas de un libraco con olor a viejo
transmitían consuelo para bobos. El verso solitario no erradicaba el dolor, la
losa de porcelana estallaba en mil pedazos ante la sorpresa de su entorno,
acostumbrado a la corrección diaria de un soldadito de plomo, durito y
estático. Joyce y Rimbaud deslizaban
dulces tormentos en su interior, fracasando en el intento de la redención;
nadie tenía el antídoto para salvarlo de
la angustia insoportable de la pureza, muy a pesar de aquella manía de
inventarse palabras floridas sin olor a mierda proveniente de las vísceras.
Inverosímiles vocablos en un bosque de realismos soviéticos, romanticismos
alemanes o pudores uruguayos, transitaban escarbando en la herida, agudizando
hedores del pasado, presumiendo licores futuristas que nada tenían que ver
respecto a ese presente invariable, lleno de cicatrices, no exento de realidad
violentando su aburguesada morada. “No permanecer y transcurrir no es perdurar
no es existir” entonaba la voz aguardentosa en un disco compacto de esos que ya
van faltando; perspicaces capacidades auditivas se hacían las sordas ante la
señal del arte acechando. Después de tanto desvío obstinado, el camino en
zigzag desembocó finalmente en lo medular del intangible, lo permanente de la
duda, esa que se niega a dejar su lugar ante alguna certeza ficticia. Notó los
pelos crispados, extremidades empapadas de sudor, nervios sonando en su barriga
inquieta; miró en el espejo y por fin supo que envejecía creciendo; ausente la
palabra vana de ocasión, sin esquivar bultos imprescindibles. Un taladro le
agujereaba el pecho; húmedas las pupilas ante el contacto visual con la foto de
los Tres, que reposaba en la mesa de luz; consciente de la lejanía que recién
empieza, la tristeza que amaga a irse pero se queda, los recuerdos que lo hacen
llorar hasta reír y reír hasta llorar. Dispuesto a danzar sobre las piedras del ocaso; atinó a escribir en el papel, respiró la magia del
diálogo revelador en la sala de la calle soriano, abrazándose fuerte al amor de
una selecta humanidad que aún lo acepta así, díscolo y pasado de moda. Invariable
devoción por la carne y el hueso, desprecio por el plastico; cargando
toneladas inconmensurables de pérdida verdadera en lo más profundo de su
mochila imaginaria.