SUEÑOS EN DESUSO
Fatiga
dobló en 18 de julio y siguió por la principal. Los pasos de los transeúntes
repiqueteaban en las baldosas rotas. Calles todavía sin pavimentar, a pesar de
las eternas promesas y el sol a pleno, pegando sin clemencia. Casi al llegar a
la esquina de YÍ, Fatiga pudo divisar el barsucho. Entró y se topó con el
clímax de la decadencia. Paredes llenas de humedad, un techo venido a menos.
Mesas destartaladas que apenas podían mantenerse en pie como para albergar a
los habitúes del lugar. Algunas sillas ni siquiera tenían respaldo y la firmeza
de las mismas dejaba mucho que desear. Por lo menos le gustaba el mostrador; le
hacía acordar a los viejos boliches a los cuales solía concurrir con el ya
desaparecido Alfonso; fotos encuadradas de grandes equipos de Peñarol y
Nacional, grapa y veteranos jugando al truco.
Ya
la nostalgia le había hecho piantar un lagrimón, cuando sintió el ruido de la
puerta. Giró y observó a una mujer. ¿Sería ella? Cabellos dorados, ojos
celestes que encandilaban, jóvenes piernas largas, dueñas de un andar por demás
elegante. Sonrisa encantadora que dejaba ver una dentadura extremadamente
blanca, homenaje a la perfección. A leguas podía notarse que tenía unos cuantos
abriles menos que él y eso lo hizo dudar.
- Disculpame. ¿Vos sos Dagoberto? –
preguntó la dama, acercándose a la mesa.
- Sí. Vos sos Inés, ¿verdad? –
contesto con otra pregunta Fatiga, esbozando una sonrisa nerviosa.
-La misma. Mucho gusto en conocerte.
Por fin algo real. Lo virtual me tenía bastante cansada, por no decir podrida.
- El gusto es mío. Yo ya he llamado
a ese número pero nunca había tenido suerte y para serte sincero pensé que vos
no ibas a venir.
-Yo tengo palabra- le espetó Inés,
sin anestesia y con cara de pocos amigos.
Las
miradas se cruzaron una y otra vez. Los ojos de Fatiga bailaron al ritmo de esa
cintura de avispa hasta que Inés apoyó sus proporcionadas nalgas en el asiento.
El análisis exhaustivo ya se había puesto en marcha por ambos lados. Fatiga no
daba crédito que una mujer de semejante presencia tuviese que buscar amor,
compañía o simplemente sexo salvaje en una línea de encuentros o un chat como
le decían los botijas de la época. Le parecía difícil de entender. Aunque más
inverosímil le resultaba el bar que Inés había fijado como punto de encuentro. Hablando
mal y pronto: de mala muerte. Totalmente opuesto a su estilo, o al menos al
estilo que él percibía en ella; refinado, coqueto, con clase. Por el contrario,
el antro era un aguantadero de cafishos y pungas que solían alcoholizarse
mientras pormenorizaban detalles de sus negocios turbios. Ella llamó al mozo y
pidió dos cafés. Su voz emanaba autoridad y eso atemorizaba al cincuentón.
- ¿A que te dedicas?- preguntó ella.
- Soy ingeniero agrónomo- mintió él.
- ¡Mirá que bueno che! Mi mejor
amigo es ingeniero agrónomo. ¿Dónde andás trabajando?...
Un
sudor frío corrió por la frente de Fatiga. Intentó hablar pero las palabras no
le salieron y el miedo le paralizó el corazón. Inés percibió sus nervios, lo
miró fijo a los ojos y no dudó un instante.
- No soy tarada Dagoberto. Decime la
verdad. No vine a buscar a Bill Gates, vine a buscar a un hombre.
- Me da vergüenza.
- Dale, no seas bobo.
- No, en serio…
-Bueno, entonces me voy yendo.
Apenas
amagó levantarse, Fatiga sintió un impulso irrefrenable y la agarró del brazo.
Inés volvió a sentarse y él soltó poco a poco la mochila que llevaba a cuestas.
Le contó su historia con pelos y señales. Su fallido intentó de dedicarse a la
pintura, el posterior ingreso al sacrificado trabajo de la construcción, el
reciente divorcio con Clementina, madre de sus dos hijos. De pronto, se sintió
seguro de si mismo. Luego de muchísimo tiempo experimentó esa sensación de
bienestar incomparable llamada espontaneidad. Inés habló del idiota de su ex
novio, su profesión de abogada y la reciente incursión en el mundo de las
letras; había decidido meterse de lleno en el inmenso cosmos de la escritura,
empujada por una vocación tardía, que llegó recién a los 32 pirulos. El
supuesto refinamiento de Inés se transformó en calor humano. Aquella mujer le
trasmitía una sencillez que él jamás había imaginado. Venían de mundos
diferentes, pero había coincidencias llamativas; Los Beatles, el amor por el
fútbol, el gusto por la gastronomía. El dialogo fluía, igual que las risas.
- Perdona que te diga, pero no
entiendo como una mujer como vos necesita citas a ciegas para encontrar
compañía. No es por nada, es que...
- ¿Y cómo soy yo?- lo interrumpió
Inés abruptamente
- Hermosa, culta, con buen humor, llena
de vida mujer
- No todo es lo que parece
La
última frase llegó a lo más profundo del alma de Dagoberto. Volvió a mirarla y
encontró algo diferente en los ojos de la dama en cuestión. Como si la
observase realmente por primera vez, como si finalmente estuviese combinando el
mirar con el ver. Por primera vez notó tristeza en sus pupilas y la palabra
soledad dijo presente a pesar de no ser pronunciada. Fatiga le tomó la mano y
sonrío con ternura. Ella le acarició los pómulos y le habló de sueños sin realizar,
de apariencias que engañan y de una infancia desdichada que incluía a un padre
golpeador. Inés estaba desnuda ante él y él ante Inés. Los pocillos de café
vacíos y el cenicero repleto de colillas de cigarro.
-¿Vamos a un lugar más tranquilo?-
propuso Inés sin que se le moviese un músculo de la cara.
-Eeeee…bueno…si…yo…- vaciló Fatiga,
sorprendido, sin saber que decir a tamaña propuesta. Aún en estado de shock,
asintió con la cabeza.
Salieron del
bar y ella indicó con el dedo índice donde estaba el auto; un gol rojo, en muy
buena estado, al igual que su propietaria. Partieron raudamente hacia el lugar
indicado. Cinco minutos después ya estaban en el hotel de Rondeau y Mercedes.
Entraron a la habitación y sin pronunciar palabra se entregaron el uno al otro.
Los cuerpos se confundieron. Entre abrazos, besos y caricias, Inés y Fatiga se
amaban sin tapujos, mucho más rápido de lo esperado por ambos. La cama crujía y
el sonido de los gemidos traspasaba la frontera del pequeño cuarto. Terminaban
y volvían a empezar, como si fuesen dos púberes desenfrenados. Él tenía que
retrotraerse a la adolescencia para encontrar un desborde de pasión semejante y
ella no se quedaba atrás. Cuatro horas después de iniciada la agotadora faena,
se desplomaron. Unieron sus lenguas por enésima vez y se dieron un abrazo
apretado, antes de cerrar los ojos hasta la mañana siguiente.
El
reloj de pared marcaba las diez menos cuarto. Ya despiertos no tuvieron mejor
idea que volver a los arrumacos. Algunos rayos de sol penetraban por las gastadas cortinas del cuarto, como
queriendo formar parte de aquella intimidad. El golpeteo incesante de la puerta
de madera los volvió a trasladar a la realidad. Fatiga abrió y se encontró con
un desayuno pobretón; sin embargo, él lo sintió como si fuese el del Waldorf
Astoria en el que se alojaban las celebridades gringas. Comieron las tostadas
con manteca, tomaron el café con leche y empezaron a preparar la retirada.
- Acá tenés mi teléfono. ¿Me vas a
llamar?- preguntó Inés, entregándole un papelito arrugado y sin sacarle los
ojos de encima.
- Claro – contestó Fatiga, cortito y
al pie.
Cuando
vio arrancar el Volkswagen de la mujer que tan feliz lo había hecho durante más
de doce horas, Fatiga caminó hacia la parada de ómnibus. Andar cansino, sonrisa
pintada, ojos brillosos; como flotando en el aire, despegado de la realidad que
lo esperaba en el barrio. A lo lejos divisó el infame 76 . Subió y encontró un
asiento libre en el fondo. Sumergido en el éxtasis, metió su mano en el
bolsillo derecho de la campera de jean y sacó el papelito con el número que
debería discar próximamente, si su intención era hacer perdurar aquella dicha.
Miró
por la ventanilla; ahí estaban las calles de tierra, los techos de chapa y el
piberío de pies descalzos. La sonrisa se le borró de un plumazo. Bajó del
ómnibus y llegó a su vivienda. Nahuel y Jazmín lo saludaron. Ella tenía exámen
de química y necesitaba ayuda, a él se le habían roto los championes jugando en
el barro de la canchita de la esquina. Fatiga se sintió agobiado y puso los
pies sobre el suelo, muy a su pesar. Enseguida sonó el teléfono; era del
trabajo para avisarle que el lunes tenía que cumplir horas extras en la obra
del edificio de Pocitos. Colgó y pensó en Inés, aunque está vez con un gesto
adusto en el rostro. Volvió a sacar el papel de la campera y decidió hacerlo
añicos, como asumiendo la imposibilidad de cualquier modificación que atentara
contra el letargo. Trató de convencerse de que la vida era algo más que
padecimientos; intentó amigarse con el amor y vislumbrar colores vivos en el
horizonte, pero fue en vano. Percibió las arrugas implacables en el espejo y
lloró como una criatura desamparada. Trancó la puerta de su ínfimo cuarto, se
dejó caer en la cama y cerró los ojos para navegar en un sueño profundo de
siesta dominguera; negándose, una vez más, a la posibilidad de soñar despierto.
© naturacontracultura 2012–2016 |
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