LUNES OTRA VEZ



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         Navegando entre piletones y tazas de porcelana, Elvira rezó tres padres nuestros, para no romper con el bendito hábito y evitar así que el Señor le lance una mirada escrutadora. Había madrugado como todos los santos días del almanaque. Se bañó velozmente y dio rienda suelta a su ansiedad. Planchó, lavó, escurrió y cocinó; hasta que la desidia de su hijo menor la empezó a perturbar. Lo miraba con los ojos desviados, producto no solo de su estrabismo sino también de un enojo que empezaba a enrojecerle los mofletes, arrugados por el tiempo y la mala sangre. Santiago inmóvil, imperturbable como si nada en el mundo importase ¿Modorra de inicio de semana? ¿Resabios de una resaca prolongada? ¿Desidia ante el reinicio de los automatismos? Todo junto quizás, en un combo que ni casa de comida rápida
           -Tomá la leche por favor, vas a llegar tarde-inquirió la mamá ejemplar
            -No jodas- le espetó el ya adulto de 26 años a regañadientes
            -No seas maleducado, haceme el favor. Algún día vas a tener que adaptarte a la vida real y saber que tu padre y tu madre no van a estar para siempre.
-¿¿¿En serio???-repreguntó Santiaguito, fiel a su sarcasmo habitual y con esa media sonrisa socarrona que sacaba de las casillas, no solo a su familia, sino a su entorno en general.
-A veces me preguntó que hicimos mal. Pareces un anti social. En los tiempos que corren hay que adaptarse, adaptarse- recalcaba la señora entrada en kilos
-No deberías romperme las bolas cuando me ves recién levantado, ya sabés de mi mal humor mañanero. Después no deberías decirme que hacer todo el tiempo. Y, por último, si está a tu alcance, podés abolir el lunes del almanaque. Respecto a lo último: no sabe, no contesta.
-No tenés cura-susurró la madre, con resignación evidente y partió a la cocina, eterno refugio, esperando que la razón de sus desvelos se fuese de una buena vez a la facultad de Medicina, en la cual ni siquiera tenía un solo año aprobado. 
Sin embargo, el sonido estruendoso del pestillo de la puerta metálica brillaba por su ausencia. Entonces, al asomar el hocico al living comedor pudo percibir a Santiaguito con las piernas cómodamente estiradas en el sillón y el rostro cubierto por el suplemento deportivo, abierto de par en par.
-¿Todavía no te fuiste?
-Sí, me fui. Soy mi otro “Yo”- insistía Santiaguito con su habitual ironía, la cual comenzaba a exasperar a su madre, quien ya expresaba un gesto visiblemente adusto.
-Nos estás agotando la paciencia Santiago. Todo tiene un límite y ya estás más cerca de los 30 que de los 20. Siempre te apoyamos en todos tus cambios. Primero, Comunicación. Después decidiste que ibas a ser ingeniero de sistemas y ahora con Medicina; mucho ruido y pocas nueces y de trabajar ni hablemos. La vida te está pisando los talones.
-Es que no soy yo. Es mi alma de artista.
-¿Qué?- interrogó la madre desconcertada
-Eso que oíste. No es que yo quiera ser cambiante…es mi alma volátil la que me conduce por senderos insospechados. Soy prisionero de la bohemia, la creación efímera y los placeres mundanos. Ni más ni menos; no está en mis manos lo que me pedís.
El silencio invadió la casa de los Corral Bustamante por algunos segundos; Elvira se rascaba la pera, aún ciertamente pasmada ante la salida de su elocuente primogénito.
-Esto es lo último. Vos nunca dijiste nada de que el arte fuese tu vocación. ¿Qué tiene que ver la medicina o arreglar computadoras con tu alma de artista?
-¿Y qué tiene que ver el arte con el estereotipo del futuro y lo mercantil? ¿Conocés el significado de la palabra HOY vieja?- contestó Santiaguito preguntando, dejando muda a su madre, quien seguía de boca abierta ante lo genuino de aquella reflexión.
-No tiene nada que ver, pero…pero…pero…
La mujer no culminó la frase y enfiló raudamente hacia la cocina. Planchó, lavó, escurrió y cocinó. Volvió a fijarse si Santiago se había ido a facultad y comprobó que aún sus largas piernas permanecían estiradas a lo largo del sofá. En esta ocasión desistió de cualquier intento de persuasión y continuó sumergida en las labores cotidianas. Repentinamente, Santiago apareció de la nada y le besó la mejilla izquierda mientras la agarraba de los parietales con suma ternura
-Decimé vos que sabés… ¿De qué sirve la adaptación?-inquirió el hijo con ojos apagados y naturalidad extrema.
Elvira palideció de repente, dos gotas de sudor bajaron por su frente; eligió el silencio y apartó lo más hondo de su sentir…una vez más. Observó las cortinas grises, las persianas bajas, sus facciones demacradas en el espejo ovalado, el cenicero de madera siempre en el mismo lugar por mandato de su marido gritón. Vio como su vida inexistente pasó por delante de su vista, como en un flash de cámara fotográfica. Quiso hablar, incluso perder el control, pero la rutina del silencio le recordó cual era su papel en aquel micro mundo. Santiago la enfocó con las pupilas más penetrantes que nunca y una lágrima le atravesó la mejilla. Su madre sospechaba que la actitud del hijo era solo rebeldía y rocanrol. Nunca lo había visto siquiera lagrimear; entonces corrió la mirada, aunque no pudo evitar grabarse en su retina aquella expresión desconsolada del ser que más amaba. Segundos después…planchó, lavó, escurrió y cocinó. Planchó, lavó, escurrió y cocinó. Planchó, lavó, escurrió y cocinó. Cuando escuchó finalmente el ruido del pestillo, un escalofrío recorrió su cuerpo desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Pasaron los días, los meses y los años, pero la descuidada silueta de Santiago jamás volvió a aparecer. Dio vueltas al barrio una y otra vez preguntando a sus comadres si tenían alguna noticia, si sabían algo de la razón de su existir; sin embargo, con el impiadoso paso del tiempo abandonó cualquier esperanza. Mientras tanto, Elvira prosiguió en su misión divina, distraída en quehaceres cotidianos, limpiando las palometas de su marido inmortal y, una vez más, se adaptó.  

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