CRUZANDO EL RÍO



            Fue de este lado del río cuando El Manco visualizó los ojos achinados desprendiendo el brillo de aquella transparencia. Entrecruzadas las nacionalidades, encandilado por el sol de su mirada escondió el instinto, obligado por el peso de las circunstancias; dos circunstancias de carne y hueso, con alianzas de casamiento a cuestas, que transitaban a sus alrededores. Las burbujas de aquella piscina seductora repiqueteaban contra sus tímpanos, el calor machacaba con fuerza. Alcanzaron dos tardes intermitentes con puesta de sol coloniense para el viaje imaginario que aún perdura en los hemisferios cerebrales de ese uruguayo roto por la existencia; hemisferios ya contaminados por el deseo y las ansias de volver a percibir aquel cuerpo bonaerense de sirena. Vaya paradoja del destino la invasión del cabello libre como una manada de gaviotas deambulando sus pensamientos, curvas ondulantes ajetreando una libido interminable, la sonrisa radiante encantando la totalidad de los sentidos escurridizos. De reojo, El Manco la devoraba sin importar el entorno insoslayable del compromiso; la armonía de esas nalgas y el vaivén de la cintura de avispa generaban una taquicardia de esa que entrecorta la respiración de cualquier cristiano con tendencia heterosexual. Sin embargo, era la inconmensurable belleza de su rostro lleno de picardía la que lo ahogaba en las mieles de la infidelidad mental, el pecado de la prohibición rechinando en sus senos sudorosos. Más allá de la reciprocidad en las ojeadas, los intangibles tan palpables para las almas y el histeriqueo latente, la coyuntura permaneció inmodificable y los destinos se mantuvieron cada uno por su lado, ajenos de cualquier renuncia a la enclaustrada costumbre.   

Pasado el tiempo de la novedad, la urgencia de lo procaz y las cataratas de la adrenalina; la porteña compadrita permaneció inmóvil en la interioridad promiscua que lo acecha, como una imagen indisoluble, que jamás podrá evaporarse de su memoria. Es un deseo ferviente, aunque carente de obsesión; dulcemente tormentosa y furtiva. Sigue siendo dueña de las metáforas más ardientes, alimentando energía sexual a distancia, hasta llegar a lo grotesco; estimulante adictiva de la frondosa imaginación que no sabe de resignación ni de imposibles. En los sueños mojados del Manco, la fogosidad del adulterio descansa tras su aparente paz interior, la suciedad del deseo visceral cruje en su placar, loco por salir al ruedo de una faena agotadora que abarque las dos orillas de este río infame que no puede amputar el frenesí. Aficionada a la comida afrodisíaca, propietaria de un rascacielos de sutileza; amante de lo implícito más que de lo explicito ella se hace la desentendida, aunque dos por tres los pecados de la mente la traicionan y entonces vuelve a pensar cuando será la próxima vez que su marido la invite a Colonia del Sacramento y porque no, volver a cruzar a ese yorugua casado y panzón que la conquistó sin palabras, desde el otro rincón de aquella posada del siglo XVII.           

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