LA DICHA NO ES UNA COSA ALEGRE
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Volviendo de Olavarría supe que de alguna manera iba a vomitar
en forma de catarata a mi ser interior y sus peripecias; más de dos semanas
después no logro ordenar, ni poner en perspectiva, mucho menos hacer balances
dignos de ecuánimes adalides de la objetividad. Todo es un maremoto de
sensaciones desperdigadas a través de la vastedad del alma que me hacen vivir
estos días en estado de ebullición constante, con la mente muy lejos de acá, a
cientos de kilómetros de mi corporeidad cansada después de tanto trillar por
ese infinito campo libertario. Quizás esta cascada de emociones indetenible sea
parte de este fenómeno sociocultural que te deja sin palabras y sin aliento.
Tanto desborde de adrenalina, pasión, excesos no tiene metáfora posible, ni
formas literarias decorosas. Esta condición de intransferible hace de una
experiencia algo particularmente especial, que queda para siempre en la retina
y en la porfiada nostalgia que dos por tres te manda para atrás sin previo
aviso. Ahí vuelvo al bondi del escabio soñador en un viaje de ida interminable,
retornan mis pupilas incrédulas a la caravana de la alegría, a ser una aguja en
un pajar multitudinario que estalla de júbilo acumulado a lo largo de un año de
espera interminable.
Puedo palpar los millones de
intangibles desprendiéndose en la misa de un Dios terrenal; el amor al ritmo de
esta melodía rabiosa, a la poesía estéticamente bella, a ese mensaje
sarcásticamente subliminal que viaja como daga al corazón de algún sistema
despiadado. Como si fuésemos una tribu de dementes escapando a los clichés de
manada, nos miramos y solo atinamos a cagamos de risa. La significancia del imaginario
colectivo me abruma; familias enteras, un legado que se traspasa de generación
en generación. Abuelos, padres e hijos. Ese nene salta sobre los hombros del
veterano con una sonrisa de oreja a oreja que tampoco puedo explicar,
sencillamente porque hay cosas que no se explican muy a pesar de los ilusos que
quieren hacer de la vida una ciencia exacta. Allá lejos, sobre el escenario
observamos el quid de esta cuestión; la
calva de los versos magnánimos, la razón material, aquel que expresa nuestras escurridizas
fantasías con la sutileza de un elegido. Ese que nos representa y manifiesta
nuestro sentir más hondo, que nos identifica hasta el hartazgo con su adictiva
oscuridad, dueño del crudo realismo mágico, parte de una raza en extinción resistiéndose
al ocaso.
Entonces el dolor de esa
dialéctica, indescifrable para muchos, no duele, sino que sana. Sana cientos de
miles de corazones heridos aunque sea por unas pocas vueltas de reloj. Entonces
descubro que la dicha no es una cosa alegre, es algo que trasciende cualquier
estado, mercado, canal o diario. Hoy no tengo alegría de risa efímera; siento
dicha, de esa que permanece incorruptible ante la mirada del incrédulo y
atraviesa almanaques. Dicha de haber sido parte, de poder contarlo con conocimiento
de causa, de atestiguar que no estuve en una guerra como dicen los
estigmatizadores del micrófono y los mercenarios de la pluma. Viajando en esa
fiesta colosal, mezclado en un rejunte de seres que quieren más y mejor,
buscando más allá del aroma a lugar común que se huele en esta cotidianeidad
opresora. De líricos, naif y fanáticos nos tildará la cátedra de la Caja Boba y
su séquito de aduladores zoquetes. Señalándonos con dedo acusador; siempre
carentes de comprensión y conciencia de la magnitud del hecho social, inmersos
en el letargo de sensibilidades anestesiadas incapaces de experimentar este
vuelo exquisito.
© naturacontracultura 2012-2017
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