JUGARRETAS DEL SEÑOR



Soy esclavo de los placeres, dijo eufórico, clavándole los ojos a una sirena de curvas pronunciadas que surcaba los mares de su propiedad. Las cinco palabras adquirían una elasticidad notable en su boca de pelafustán, resonando una y otra vez en los más diversos eventos artísticos, noches de ingestas y extravíos. Al mismo tiempo cumplían su cometido erradicando la culpa como excusa de cafetín, justificación insoslayable, dialéctica rastrera teñida por un tono solemne representando hondura de iluminado. Paradójicamente, aquella frase tan simple en apariencia era la dueña de las más intrincadas telarañas existenciales escondiendo una complejidad pocas veces vista en un ser humano. 

Dioniso escapaba de las convenciones del ciudadano tipo, por fuera de admirables escalas de valores y ajeno a rótulos nefastos que se le endilgaban. Jactaba sé de una lucha persistente contra los denominadores comunes que nos topamos por la avenida principal de la ciudad, corriendo desesperados para evitar la multa por llegar tarde. Soy esclavo de los placeres volvían a exclamar sus labios empapados por el néctar de las mejores viñas del universo. La sentencia inequívoca era indiferente a los oídos de los presentes, quienes aquella noche calurosa de diciembre, con los cuerpos sumergidos en la piscina de la mansión top de Carrasco saboreaban un tinto chileno; elixir que la elegancia personificada, como lo conocían sus amigos, había traído de Valparaíso en su último viaje de negocios.

Quizás el lector intuya origen patricio o tufillo a oligarquía en el joven protagonista de esta historia que abunda en nuestras cotidianeidades, pero no; la familia del gordito de pelo negro engominado, bigote desparejo y saco sport blanco creció en Hipólito Irigoyen y Gallinal, pegadito a las viviendas de Malvin Alto, donde el susodicho se había criado rompiendo vidrios y martirizando vecinos, rin raje mediante, a la hora de la siesta. Su tesón para el rebusque, la falta de escrúpulos y ese indispensable golpe de suerte con que se toca a los elegidos fueron los ingredientes que formaron un coctel explosivo de andar firme y mirada por encima del hombro, como chicaneando con desdén al resto del mundo que antes lo despreciaba y hoy le hacía reverencias.

Desde abajo, con perseverancia y sin perder la paciencia había escalado el monte Everest. Primero oficiando de campana (“soldado”), después haciendo gala de sus artes oratorias para la transa en la chiquita; el tan mentado narcomenudeo fue sin dudas uno de sus lanzamientos al estrellato. Distribución, cara a cara con peces gordos y así sucesivamente. Poquito a poquito, se ganó la confianza del jefe máximo, aquel que cortaba el bacalao por encima de innumerables sanguinarios que integraban el clan. Cuando il Capo pasó a mejor vida gracias a 33 balazos provenientes de la banda de “los sicilianos celestes” él se hallaba en el momento justo, en el lugar indicado. Siendo la mano derecha del monarca absoluto, el puesto le correspondía por herencia directa y así lo asumió. Sin pruritos, con el rigor más imperturbable y la crueldad a flor de piel, como si en sus genes trajese ese Don que lo hacía flotar como pez en el mar.

¿Qué pasó con la familia y el barrio de origen? Se habían transformado en intermitentes destinatarios de migajas sobrantes, fuera de la reluciente órbita mundanal, como un rastro invisible de su vida sepultada. Ya no pisaba calles de tierra, ni visitaba el rancho de Arístides, el hombre de pocas palabras que lo había engendrado junto a la gorda Rosita. Ambos concurrieron a la fiesta la noche en cuestión, pero para Dioniso eran parte de un decorado inanimado. Sentados en los alrededores de la acción, tomando un trago tras otro, inofensivos espectadores de lujo del bullicio originado por los libertinos.         

Durante aquella velada memorable, el caballero con nombre de dios griego siguió con ojos saltones todos los movimientos provenientes de la pileta, aunque su radar humano también custodiaba las restantes partes de la casa; acostumbrado a desconfiar de su sombra, a no dormir, a esperar el tiro de gracia que lo mandase a reunirse junto a su mentor en las hogueras del abismo. Una tras otra, las orgías libidinosas se sucedían dentro del enorme piletón; repentinamente la frecuencia cardíaca creció a pasos agigantados, como un tsunami nacido en la armonía absoluta el infalible sexto sentido lo puso en alerta máxima, si hasta el apetito sexual se le extinguió de sopetón. La semana que viene tenemos trabajo fino, comentó Parrales, su ahora mano derecha, pero el rey de la blanca hizo caso omiso, con la mente fija en un punto negro que vislumbraba en el horizonte.

Por más inquietante que fuese el aroma a peligro, aquellas melodías reguetoneras no cesaban; gin tonic, espumante francés y su venerado tinto chileno seguían cursando las venas de los presentes. A LA FIESTA NO LA FRENA NI LA MUERTE, era el ley motive que lo guiaba cada día al despertarse entre sus sabanas de seda hindú. De buenas a primeras, estruendos de magnum calibre 38 modificaron drásticamente la escena y corroboraron, una vez más la clarividencia del Mesías. Los invitados corrían totalmente desnudos sin saber cómo zafar de un desenlace irremediable. Alaridos desesperados, improvisación, escondites salvadores, caos generalizado. ¡Todos al piso!, gritaba el anfitrión metiéndose como un bólido en el interior de su hogar.

El escuadrón de “los sicilianos celestes” disparaba sin piedad, volteando muñecos uno por uno. Faltaba lo más difícil; El Inexpugnable y sus tres secuaces principales, malhechores de fuste, forajidos de pura cepa y dueños de una envidiable eficacia depredadora. 22 contra 4 es imposible para cualquier cristiano y para la teoría racional, pensaron los invasores. Pero “No hay razón que detenga la pasión” afirmaba enfáticamente Dioniso cada vez que volvía de tentar al Diablo, en sus excursiones semanales por los barrios enemigos. Armados hasta los dientes, los cuatro fantásticos tomaron por sopresa a sus contrincantes y empezaron una carnicería feroz. Sin desperdiciar una sola munición, oda a la perfección del creador. Tan disminuidos cuantitativamente que ni el Maracanazo del 50 podía equiparar aquella proeza consumada, ejemplo de trabajo en equipo y pundonor.

En la contienda había caído Parrales, el más fiel entre sus fieles y eso le hizo brotar una inédita lágrima de su ojo derecho, aunque el izquierdo se sostuvo firme ante la desgracia. Barragán tenía una herida leve en una pierna, mientras que Iglesias y él estaban intactos. Sí señor, una vez más intacto y ganador ante la voracidad del más allá, haciéndole morisquetas a Doña Parca, frustrando otra vez los intentos de Satanás por contar con sus valiosos servicios en los prostíbulos del infierno. Mirada destilando fulgor, manos a boca de jarro, media sonrisa socarrona. En posesión de un extasiado sentimiento todopoderoso, supo que la prueba estaba superada. Lo devastador de su mal augurio expiró y una brisa leve le atravesó las entrañas.

Esa catarata de amor propio lo mantenía sumergido en aquella burbuja de miel empalagosa. Cuando levantó la vista notó como sus tres compañeros de hazaña dejaban la mansión. Esquivando la caterva de cadáveres desparramados alrededor de la piscina, divisó a sus padres en la mesa del rincón, vivitos y coleando, con el penúltimo whisky en la mira. Como zafaron viejos, les espetó no pudiendo salir de su asombro, para luego abrazarlos sin exceso de efusividad. En ese instante notó un brillo diabólico en las pupilas de Arístides, quien no le quitó la vista de encima. Dioniso percibió el revolver en el lado diestro del pantalón de su progenitor y después de 43 años de peripecia vital sintió en carne propia la debilidad de los que pierden el control, una puntada penetrando su estómago de la manera menos imaginada, abstraído en lo imprevisibles que pueden ser los verdugos. ¿Esto será el miedo? se cuestionó sin palabras. La gorda Rosita se quitó el enorme pulóver y dejó ver una remera con la leyenda LAS RAICES NO OLVIDAN, mientras que su esposo llevó lentamente la mano al bolsillo derecho. El círculo vicioso de la fatalidad estaba a punto de saldarse, así como los rencores de la sangre. Una bala perdida en su frente amplia fue testimonio funesto de que en la vida terrenal hasta las premoniciones de los dioses pueden fallar.                 
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