MI HIJO, EL LECTOR



ES UN LECTOR POR NATURALEZA soltó el padre con las mayúsculas retumbando en el cielorraso. Boca amplia, nariz curva, altanero, siempre de pecho inflado frente al escepticismo invisible de un mundo pragmático;  botija atolondrado de 16 abriles, con aires de autodidacta y ambiciones de literato ambulante. “¿Acaso hay un título o un diploma que certifique mi dudosa profesión?”, se preguntó Vladimir en la vastedad de su silencio.  Rebano se  los sesos en busca de atisbos de verdad, reflexionando con hondura, pero sin encontrar una respuesta afirmativa, ni un elemento tangible que justificase su existencia ante la omnipresencia del Mercado y la Bolsas de Valores. No tenía noción del significado real de aquel mote marcado en la frente por su progenitor. ¿Pura teoría o podría llevarlo a la praxis? 

A diario, dudaba del status que aquella condición innata podía otorgarle en una jungla adicta a lo efímero, pero enseguida apartaba la mirada del exterior para perderse en las tumultuosas aguas de las viejas ediciones cervantinas.  Lo que para el resto era imperceptible o estéril, Vladimir lo palpaba como una refrescante brisa primaveral en lo más recóndito de su psiquis, viajando a través de un infinito cósmico que hacía caso omiso a la comodidad del holgazán mental que deriva en complacientes lugares comunes. Paseaba su corazón imposible de domesticar entre las jaurías de la extrañeza y lo bizarro, sin tiempo para los dictámenes de la modernidad, dibujando caminos errantes y propios. Experimentando el mundo adulto entre salones descascarados de facultades anacrónicas y jaranas sin escalafón, donde el más reo podía encamarse con la joven burguesa.  

Como sucede incluso en las mejores familias de rebeldes ajenos a los estereotipos, ya entrado en los laberintos de la vida adulta, la monotonía de la uniformidad lo amoldó a imagen y semejanza,  poco a poco y sin que se percatase. Los libros de Hemingway y Chejov padecieron muerte súbita, reposando, con olor a naftalina, sobre la vieja biblioteca de madera que le obsequió su padre cuando se tomó los vientos del hogar; el letrista soñador devenía en prestigioso relacionista público, hacedor de recetas mágicas y felicidades admirablemente correctas. Presunto conocedor de las fórmulas del éxito, devoto fiel de trajes y corbatas. Tras un arranque promisorio y desarrollo exitoso en multinacionales del mundo petrolero, vivió en carne propia la cara más trágica de la infelicidad; mirarse en el espejo y sentir extrañeza de sí mismo. Transitó civilizadamente para evitar tropezar con benditas piedras inquisidoras, que lo trasladaran a los diabólicos altares del cuestionamiento. Se hizo ajeno a toda reflexión que implicará más de dos minutos; saltaba de un lado a otro como un enajenado en busca de la zanahoria prometida, aunque esquiva   

Tras el paisaje apacible y jugosas horas extras transformándose en placer genital, arreciaron vientos huracanados. Como salida del más desconcertante rincón donde habitan telas de araña, apareció Estrella; una de esas tipas rapaces que nombraba el poeta Solari en canciones; con ella volvió la magia de las tablas, besos manchados de arena, poemas escritos a manopla en cafés roñosos y reencuentros con pasiones extraviadas en la ruta del desamor. Retornó el sabor perdido de la incertidumbre; inquietud añorada  brotando de lo más profundo, empujada por impulsos viscerales que le tamborileaban el alma sin cesar. La místeriosa aparición de un ser para otro ser, saliendo a la luz en ese preciso tiempo y espacio a contrapelo del automatismo decadente de su novedoso día a día. Destino azaroso, tan inexplicable como el sol abriéndose paso entre un cielo tormentoso. Poco a poco el mar bravío volvió a tomar su cauce sin cauce. Aquella nueva vida, aletargada en las envolventes aguas de la resignación mundana, experimentaba el poder devastador de la Resiliencia; al rescate de aquellas maneras tan llenas de ser o no ser, de blanco o negro, de matar o morir.
         
         Desamparado frente al ataque impiadoso del elixir sensitivo notó sus oídos destaparse; otra vez percibía con nitidez el orgullo rebosante de su padre…ES UN LECTOR POR NATURALEZA,  volvió a retumbar la frase, con menor imponencia y mayor armonía que en las épocas de purrete. Reivindicando la causa perdida como antes de la resignación, nada detuvo el proceso purificador. Ni siquiera el paso del tiempo; con las patas de gallo asomando, sintió que, finalmente, la madurez no podía con la pasión desbocada, más allá de un lapsus de más de una década. Con unas cuantas canas y rollos a cuestas, percibió el reflejo de la silueta arrimarse al mostrador; otra estudiante de sesos hirvientes, reclamando con urgencia “La Peste” de Albert Camus. A paso firme, caminó en dirección a la sección indicada de la biblioteca con una sonrisa sin medias tintas, en busca de un ejemplar perdido, con los bolsillos pelados y la esencia restituida.  
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