REGLA DE TRES


         Un intempestivo C surgió de la nada, arremolinando con furia la apacibilidad de ese martes cualquiera, en busca de delirios sin dueño.  No sabía a ciencia cierta el deseo que lo perseguía. Carecía de pruritos o pudores, mucho menos solemnes preceptos morales; toda esa papelería del buen vivir  solo le servía para limpiarse donde no da el sol. Guiado por una única regla basada en el culto a la adrenalina de violar el NO SE PUEDE, NO TOCAR, profanando códigos sacrosantos e hiriendo de muerte al políticamente correcto colectivo de las construcciones culturales. Torbellinos de brava tempestad, fija la idea de hacer trizas el prolijo esquema de los gerentes de la coherencia. Se soñaba electrocutado por féminas rapaces, señoras de magnetismo contagioso infectadas con necesarias dosis de picardía, un poco de ingenio, otro de inteligencia sensible. Tan carismáticas para vender hasta un buzón, como la perceptiva T; mujer de personalidad propia, vocera de discurso elocuente, emanando letras con aroma a raciocinio y sabor a colchones procaces. Exhibía cualidades físicas fascinantes para amantes del exceso u odiadores del modelo hegemónico de belleza posmoderna promoviendo acabar con la mentira estética de un  esqueleto pintarrajeado. A ella le sobraban kilos, lejos de la desmesura, con el suficiente espacio de la vastedad. La formalidad de sus camisas satinadas traslucía la armónica forma de los pezones mientras que el pelo morocho con rulos al viento le daba ese toque juvenil que reverdece a cualquiera.

El azar empecinado aún no los juntaba; elemento incomprensible, capaz de postergar encuentros que tarde o temprano serán irremediables en el devenir del universo. A destiempo andaban por los bulevares de la vida, en calles paralelas y sin cruzarse aunque con una esquina en común; estrechísimas relaciones de afecto con la segunda letra del abecedario descarnado, mujer de armas tomar, de decir sin pensar, de exaltar al instinto más puro. El destino y sus rebusques imbricados patearían el tablero durante una repetida jornada de desasosiego con la PC encendida; otro viaje cibernético y pirata, el popular Gordo analizó exhaustivamente aquel perfil y se detuvo en lo enrulado del cabello, pestañas prominentes,  amplio grosor de pechos.  El miembro se le entumeció. Ojos verdes, no fumaba, bebía ocasionalmente y decía buscar al esquivo amor de su vida. Esa imposibilidad producto de la tecnología alienante exacerbo los sentidos, estimuló imaginaciones, obligó al saludable y peligroso ejercicio de crear y recrear al otro, una y otra vez. Incesantes llamaradas pecaminosas danzaban en su estómago como una premonición punzante. Frases de ocasión repiqueteando en el teclado alumbraban la pantalla. Después la seducción, desafío al intelecto de cualquier hombre que sabe apreciar en profundidad la inapelable virtud del sexo opuesto. Hurgó denodadamente en metodologías varias, delicado equilibrio de perseverar sin golpes bajos en los siempre existentes puntos débiles de la carne y el hueso; se prohibía caer en falacias de langa promedio, ni artilugios de machos cabríos. Locuaz hombre de cinco décadas, extraño menjunje de sutileza borgeana y visceralidad obscena, lleno de impulso y carente de maldad. La codiciada presa cedía sin ceder; guardia y frente en alto, entrañas progresivamente vulneradas ante semejante trabajo de hormiga. Sangre, sudor, lágrimas y finalmente…su número de celular.   

Rompieron cadenas virtuales.  Ella primera y puntual;  pelo recogido prolijamente engominado, labios naturales, mejillas rozagantes empolvadas mínimamente, enormes ojos delineados. Miro el reloj haciendo sonar los zapatos en clara muestra de impaciencia. Pasó media hora y él ganó la escena con sentimiento de premura dibujado en sus pupilas negras. Preguntas cliché soltando amarras, anodinas cuestiones que nada dicen del ser y demoran la interioridad… edad, estado civil, profesión, etc, etc, etc. Un mar bobo de solemnidad por fin desvanecido, oleadas de fluidez creciente, choque de civilizaciones e historias diversas, amor a las tablas, letras, melodías, oleos. El arte como salvación ante el tedio acechando y un paisaje tan oscuro como atractivo. Despojados del disfraz, extraviadas las brújulas en lo más hondo, cursando la avidez por las venas del intempestivo C y la perceptiva T. Ella y Él, culturalmente imposibles sin saberlo, al frente a pesar del abismo inminente.

Las agujas del reloj transitaban a la velocidad de la luz, el fresco verde de plaza se transformó en calor de bar, el mate tornó se vino y la intelectualidad mutó en sentidos extasiados. Se acercó con cuidado a esa delicada oreja femenina y liberó lo grotesco del instinto. Paladares azucarados, sudorosas las manos, templados los cuerpos; anhelo añorado,  adictivo. “Eso no se hace, pórtense bien” susurraban los ángeles de la guardia pero ellos desoían la advertencia, ahogándose en lagos de fango y miel. Confundidas las lenguas en su más puro néctar mientras la estampa de la implacable B aparecía de repente. Rostro imperturbable, torso rectísimo e inmaculado, presenciando la totalidad del espectáculo. Ninguno de los dos reparó en aquella silueta hasta que el intempestivo C despegó su boca y levantó la mirada. La cara se le puso pálida y el cuerpo rígido, como si el síndrome de Parkinson llegase a su joven puerta. La perceptiva T notó la inconfundible postal de la persona parada frente a ellos, de reojo percibió el desespero de su flamante galán  e incrédula no necesitó más para entender la perversidad que encerraba esa regla de tres.

         Aturdidos frente a lo súbito de la fatalidad,  la pareja de la discordia se supo en un paredón imaginario, dispuesta a recibir las municiones interminables de un pelotón de fusilamiento. El segundero se movía y el silencio sepulcral cortaba un aire viciado por el humo de cigarrillo que inundaba el tugurio. No hubo golpes, reproches ni insultos. La implacable B caminó con paso decidido, se sentó a la mesa que hasta hacía unos instantes ocupaban el esposo y su mejor amiga, aún paralizados por el miedo a lo irremediable. Intempestivamente como C y perceptivamente como T pidió un tinto más, los invitó a acercarse afirmando que la velada estaba en pañales, que el mundo no es un cuadrado y las estructuras perecen en su condición de efímeras. Tras el shock la inmediata aceptación, borrachera de tres, un orden social corrompido, el placer, las carcajadas y el epílogo intransferible, siempre dependiendo del cristal con que se mire.    
                                                                              
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