LA ARETÉ DE WALDEMAR


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          Waldemar Escabio patinó y cayó de boca contra el piso. Los parroquianos corrieron en su auxilio, impulsados por el cariño inconmensurable que despertaba el hombre en cuestión,  aunque también conscientes de que el susodicho le subía el precio a ese tugurio de mala muerte. Un autodidacta de la bohemia como él elevaba el status de cualquier barrio y sus centros de reunión más típicos; mucho más todavía el de aquella reliquia bolichera en decadencia que permanecía enquistada en las entrañas de 8 de Octubre y Comercio un siglo después de su nacimiento. Entre cuatro fortachones y no sin esfuerzo pudieron despegar del piso los 120 kilos de humanidad conduciéndolo hasta un taxi que lo esperaba en la puerta; los dientes estaban todos en su lugar y la ñata sangraba con intermitencia. El bigotón al volante lo miró y solo atinó a reír pero no con sorna, ni sarcasmo, sino con cierta admiración dibujada en el brillo de las pupilas; a Waldemar se lo respetaba antes que nada, incluso cuando era presa de un calamitoso estado de pedo tísico como el de aquella noche otoñal.
           
         -¿Estás escribiendo algo bestia salvaje?- pregunto el conductor, perfectamente al tanto de las dotes literarias que poseía el enorme culo que honraba el asiento de atrás. El apodado “Platón de los Bajos” intentó articular dos frases sin éxito, balbuceó, balbuceó y siguió balbuceando vocablos incomprensibles durante cinco minutos hasta que el devastador efecto de la caña brasileña le bajó las persianas sumergiéndolo en un sueño profundo. El tachero volvió a mirarlo por el espejito de adelante y una vez más esbozó esa especie de media sonrisa llena de complicidad y absolutamente carente de maldad o burla. Tras algunos minutos de descanso reparador, estertóreos sonidos de un intestino en acción y repetidos intentos por despertarlo; finalmente abrió los ganchos y bajó del Fiat Palio, claro está con la colaboración indispensable de su piloto de turno quien cometió el error de no guiarlo hasta la vivienda. Media hora después de iniciada una titánica lucha entre la llave y la cerradura el Señor Escabio ingresó a su morada, no sin antes expulsar un chivo reparador que le permitió una noche profunda, inconsciente y sin insomnio.
             
          Al otro día de milagro escuchó el despertador y arrancó a la construcción, no antes de pegarse un baño volante e ingerir una café aspirina; de esas que te mantienen en pie y te aceleran el latido del corazón hasta la taquicardia. Se divertía junto a sus compañeros en el barro mundano mientras cargaba como una mula y lidiaba con baldes de mezcla hasta el tope. Era partícipe del más guarro de los comentarios machistas o del humor más negro que haya acaecido en suelo capitalino. Sin embargo, como un rayo celestial que impactaba en su cuerpo gigante de un momento a otro, de buenas a primeras a la hora del asado con el medio tanque, su alma era cooptada por los dioses luminosos de la poética y la filosofía; entonces su marote elucubraba con las aventuras de lo interdisciplinario, instando al rechazo que todos debemos sentir por las miradas binarias ajenas a la complejización, citando a Derrida, a Nietzche, a García Márquez o a Cervantes. Este último la razón primordial para consumar su amor literario, para efectuar aquellos primeros garabatos de anarquía sanchopancesca sucedidos una década y media atrás. Los “cumpas” cuchicheaban entre ellos, sin entender ni J de aquella encendidísima oratoria, pero sonreían de manera idéntica a como lo hacía el taxista de la otra noche; sin ironía perceptible, con candor en las miradas, atentísimas las orejas, testigos de ese espíritu versátil capaz de tanta puerilidad como hondura.
           
           Las jornadas se sucedían sistemáticas en el laburo, en las veladas amigueras y en la soledad innegociable de su mono ambiente con paredes húmedas y techo descolorido. Las mujeres lo deseaban como a ninguno aunque él permanecía indiferente, distante, como asexuado, más allá del bien y del mal, ajeno a cualquier llamada del placer carnal; a pesar de la panza prominente, la facha de mugriento y el pantalón vaquero agujereado de antaño aquella silueta gruesísima desprendía un “Algo” que ninguno de sus correligionarios llegaba a comprender. Promediaba el mes de octubre cuando ese jueves de película entró al bar; una vez más a las 20:15, religioso y puntual, con la perseverancia meticulosa de la que carecía para pulir su indudable talento innato con la pluma o el teclado de la añeja PC. Los muchachos ya estaban todos ubicados alrededor del mostrador y el Tuerto Esteban, detrás del mismo, comenzó el habitual zapping loco por los informativos vespertinos hasta que el control remoto se detuvo repentinamente ante la voz del cronista espigado del canal estatal.
            -…y finalmente el primer premio en la categoría Poesía corresponde a Waldemar Aníbal Escabio, oriental de 44 años de edad, quien reside en la ciudad de Montevideo, más precisamente en el barrio de La Unión…
             
          Un ruidoso y atípico silencio de cementerio invadió el espacio cotidiano, la ordinariez se tornó extraordinaria, aquella veintena de ojos frenéticos ante la sensación que provoca el estupor; incluidos los del flamante galardonado, quien se limitaba a juguetear con la diminuta copita de vidrio entre sus dedos. Era la calma que precedía una tormenta de salutaciones, abrazos, felicitaciones pomposas y gritos enfervorizados que retumbaban imponentes. “¡Ganaste el Bartolomé Hidalgo hijo e’ puta!”, “¡Te vas pa arriba como pedo de buzo sorete!”, “No te olvides de los amigos cuando seas famoso culo roto”, eran algunos de los clichés que resonaban en aquel cuchitril convertido por algunos instantes en cancha de fobal. Mientras tanto el animal letrado del momento permanecía sin pronunciar palabra, en posición meditabunda con el codo apoyado sobre el mármol y la mano sobre el cachete izquierdo. Impasible ante las mieles del éxito, desdeñoso frente a la sincera felicidad de sus compadres de siempre. Una vez más bailando preso de su ilusión como aquella estrofa punzante que le marcó la existencia en los noventa; tan cerca y a la vez tan lejos de esa multitud que se congregaba para vivarlo. Cantó quiero vale cuatro en múltiples ocasiones, bebió hasta la ebriedad celestial y pasadita la medianoche caminó chueco, como de costumbre, hasta la puerta de salida; antes pegó la media vuelta y se dispuso a entonar lo que muchos preveían como retirada triunfal. Convencido de su única aretÉ, de esa virtud para elegidos que provocaba la infinidad de miradas francamente cálidas que le devolvía el espejo de la vida, pidió que todo el mundo se callara por cinco segundos. Hizo el último fondo blanco de grapamiel y sin demasiado aspaviento anunció que al único Hidalgo que conocía era Hidalguísimo y resdía en algún lugar de La Mancha; y que a esa estatuilla inanimada se la podían meter donde no les diera el sol.  

                                                                      @naturacontracultura 2012-2019 

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