INVERSIÓN KAFKIANA
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La muerte llega sin aviso. Consumo un aire viciado. Me pesan los ojos, siento los hombros caídos y
las piernas entumecidas como presas de un letargo perpetuo. Estoy abrumado pero
no sé lo que me abruma y ese desconocmiento es lo más abrumador.
Quizás por ello las cláusulas telegráficas, el lenguaje apelmazado y epistolar,
la nítida falta de fluidez en las letras que no bailan como, modestia aparte,
sé que puedo hacerlas bailar. No hay acción en el relato porque la narrativa es
inexistente y un sosiego excesivo paraliza mis extremidades; las manos mojadas,
los pies congelados, los dedos dormidos, el cuello tieso. La libertad no
circula sarcástica entre mis carnes.
Una sensación de
insustancialidad latente como cuando
escribís con las venas sin sangre. ¿Desangradas? Al revés, porque la sangre no
chorrea a borbotones, nada se sale de su lugar, todo permanece en un orden
meridianamente sepulcral. Podría decir, sin miedo a equivocarme, que me hallo
ensimismado. ¿Ensimismado se dice? No sé, pero durante este instante efímero, y
paradójicamente interminable, mis profundidades están clausuradas, obturadas,
cerradas dentro de mi cerrazón con cuatro candados. La razón obnubilada, la
inquietud ausente, los chillidos silenciados de la criatura que hasta hoy a la
madrugada me incendiaba, los labios secos por la desidia, la mirada
inequívocamente perdida. ¿Ya dije que ando de ojos nebulosos y peregrinar
autómata?
Aún quieto y mis nalgas
atornilladas al sillón de esta casa diabólicamente encantada; es una quietud
horrenda que viene a devastarme muy ocasionalmente pero cuando lo hace, lo hace
para el campeonato. Los segundos son minutos, los minutos se hacen horas y las
horas parecen siglos Tan solo advierto en mis sienes una puntada tenaz que me
taladra a ritmo cansino, a ritmo de sicofármaco infame. A ritmo de tic…tac,
tic…tac, tic…tac. El estómago pega alaridos de rabia y mi corporalidad íntegra,
en pleno estado de abulia, queda como suspendida en un anonimato que parece no
tener vuelta atrás. Me siento un número desvalido y carcomido por las
telarañas; completamente despojado de cualquier defensa simbólica.
No soy, no oigo, no veo, no
huelo, no saboreo, no manoseo; estoy con la mente en blanco y perdón por el
oxímoron insistente pero es la blancura de las tinieblas. Es la odiosa
cucaracha kafkiana que viene a visitarme con puntualidad británica un par de
veces al mes y me exime de cualquier iniciativa goleadora. Estoy hecho un
zaguero aburrido y sin onda, misántropo,
enojón y retraído; alardeo verdades de perogrullo (y no tanto) contra el mundo
retardado, estúpido, idiota, enfermo mental y escupo las caras de todos los
presentes que, a dios gracias, están ausentes.
Aún no abandoné la poltrona,
como atascado de por vida en ese poliéster mullido de hace tres horas. Soy un
espantapájaros miedoso gobernado por la semejanza, lo inmóvil, las
reproducciones sucedáneas; sin embargo, me pongo de pie (no sin hacer un
esfuerzo sobrehumano), doy la batalla y desafío a la inercia. Ahora mismo sigo
parado, como sumergido en un temblequeo invisible, en una lucha encarnizada por
abandonar este status de espantapájaros fricki; dejar de ser mitrad hombre y
mitad monstruo para poder ser vivo en su totalidad. ¿Cómo poder serlo sin
levantamiento ni sublevación? Muy gradualmente las piernas se desentumecen y al
menos puedo flexionar las rodillas. Acción enervadamente pausada. Le pido
permiso a un brazo para mover el otro, a un pie, a un testículo y así
sucesivamente. Lentísima esperanza de oscilación alumbrando a lo lejos.
Finalmente en movimiento, el
ya gastado ascensor Adámoli frena en la planta baja desprendiendo un sonido grave
que delata su vejez. Abro la puerta de calle y camino por la avenida principal
pero a lo lejos ya puedo atestiguar lo inconmensurable del paisaje. Un pequeño
esbozo de prosa vital asoma tímidamente. El espesor de las ojeras disminuye y
los párpados permanecen entornados pero en crecimiento gradual, las manos se
templan de a poco y los pies ya no son heladeras con freezer; más allá de todo,
la pesadumbre sigue ganando este partido y prolonga mi ser. Pasos breves y
desganados, la frente empapada en sudor tibio, espalda encorvada, frente gacha
y cuando llego al murito de la rambla todavía las alimañas adormecen mi
voluntad.
Exquisitas blondas,
deliciosas morenas y apetecibles pelirrojas pasan caminando, en bici o en
rollers. Las barritas de conchetos entonan alguna cumbiamba de moda y los
adultos mayores se pasean de la mano y sin tapa bocas a la vista. Inconscientemente,
aumento el ritmo de mis pasos al mismo tiempo que la ventisca montevideana
penetra mis pulmones que intentan desbloquearse. Llego a Kibón y deposito
aquellas nalgas perezosas de unos párrafos atrás en ese añejo banco verde
trébol. Del otro lado y a poquitos metros rechina la vorágine al acecho, como
consciente de mi fragilidad anímica; “Fffffiiiiummmmm, ppprrrrrrrrrr, eeeeeehhhh”
gritan las 4x4 y los cero kilómetro alardeando del vacío posmoderno.
Niños, damas y caballeros
siguen desfilando la pasarela de las apariencias, pero ya no reparo. Tengo las
pupilas prestas, fijas, concentradas en esa especie de maqueta cultural que
embellece el horizonte; mixtura de
edificios, arena, luces, coches y mar. Inhalo y exhalo. Avizoro el
desmoronamiento paulatino de la apatía. La carga del cuerpo merma; la laringe
abre juiciosa, la tráquea afloja pudorosa, el intestino delgado y el grueso florecen,
los riñones sonríen apacibles y una desnudez impalpable se adueña íntegramente
del torso, aunque el camperón de invierno y un buzo polar me defiendan del frío.
El torbellino sesudo se resiste a evaporarse sin más pero a pesar de sus
pesares la mansedumbre lo envuelve de a poco y atenúa progresivamente el
enjambre de obsesiones.
Sin prisas pero sin pausas
la nada tóxica se transforma en nada cristalina, en falta de intertextualidades
agobiantes, en armonía mental, en descanso verdadero. El artificio desintegrado
en inofensivas partículas igual que el ocio irritante. Ya no me acuchillan el
aire pestilente ni los olores hediondos; mis fosas nasales reciben
hospitalarias el aroma a pasto mojado, a maleza, a brisa pacificadora. Las
serenísimas melodías del Rio de la Plata abren de par en par las grietas de mis
orejas y los orificios de mis tímpanos recientemente lastimados por aquel
(ahora lejano) bullicio interior. No es literatura romántica, sino realidad
resiliente escarbando entre los poros.
Desplazamiento. Fluidez. Tránsito. Flotante en el empedrado pego la vuelta al hogar y troto por los aires de este hibrido naturalmente citadino. Liviano como un papel; como un papel A4 que redescubre los latidos pertinaces del corazón, la peripecia de la natura sanadora, el indispensable filtro que motoriza la mejor parte de mi bipolaridad enrevesada. Esa enorme pequeñez infravalorada, ese mínimo contacto con un pedazo de madre tierra incorruptible que me reconcilia con los sentidos y ese imperceptible hilo de comunión con lo inmaterial que pone a funcionar la fibra íntima. Subo el ascensor y emboco la llave en la cerradura. Entonces metamorfosis invertida; de inanimado a volátil, de estático a movedizo, de larva a humano. ¿Y ahora qué? Y ahora el auto boicot kafkiano es puro acto creador.
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