DIGRESIONES DEL NARRADOR PERIFÉRICO

 

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          Parece que el narrador está como el extranjero: varado en tierras extrañas. En un Orsai permanente, a años luz del carnaval donde se corta el bacalao. No sé si le pasó por jugar al desobediente, por nunca estar en el momento justo y en el lugar indicado, por falta de tenacidad o por desapego a las técnicas; o tal vez por todas juntas. Lo único cierto es que está llegando al mojón de la gravedad adulta y parece haberse quedado afuera. Lejísimos de algunos estereotipos aconsejados por el comportamiento apropiado; ese que la gente sensata (o pasada de horno) pregona con piloto automático en cada charla de pasillo o de café.


           Si piensa en sus últimos (y actuales) trabajos en negro calcula que los de Previsión Social ya se olvidaron de quien es; su nombre ya ni debe aparecer en las voraces computadoras registradoras de aportadores seriales. Narrador solterón y sin hijos, desaliñado y un poco chiflado, demasiado franco para sacar tajadas oportunistas y esbozar sonrisas mentirosas. Presuntamente incapaz de adaptarse a los caprichos de la jerarquía y desprovisto de cualquier ingenio genético para sistematizar procederes.

Cabe admitir que dichos cortocircuitos con la estructura hegemónica no se originaron en la adversidad de una vida carente, sino en el confort de una comodidad relativa y en la conciencia meridiana del privilegio que implica tomarse su fernet semanal y pasar diez días en Piriápolis lejos de la metrópolis que te corre de atrás y no sabe de piedades. Dice el autor cubano Pedro Juan Gutierrez que el pobre no puede analizar tanto porque se vuelve loco o se cuelga de una viga.

En cambio el hombre en cuestión si tuvo ese instante de más para analizar desde la periferia y no morir en el intento, dado que nunca se topó con esa miseria que te hace chiflar el estómago. No, Distinguido Censor de Clase. El narrador tampoco tiene kilométricas extensiones de campo en el interior profundo ni millonarias cuentas corriente, aunque si dispone de ciertas tranquilidades emocionales y económicas que hoy podrían considerarse bienes suntuosos. Con perdón de las sucesivas digresiones, reparar en ellas le ha servido al narrador para No Quejarse de Panza Llena. La queja por excelencia de la indignada clase media.

Que decirles. El tipo no puede evitar dispersarse y dos por tres mezcla chicha con limonada. Dicen que su pasatiempo por excelencia consiste en desarticular todo atisbo de totalidad. Ahora reengancha el pensamiento en voz alta respecto a las circunstancias, las razones, los porqués. Hay gente que lo conoce a fondo y comentan que el verdadero motivo de haber quedado “out” (como dicen los boludísimos anglo parlantes) no tiene que ver con las causas mencionadas al comienzo de este mamotreto apalabrado. Ciertos especímenes de su entorno más selecto afirman que la raíz de todos los males se hace presente en su total inhabilidad para mostrarse flexible. Dicho de otra manera, no ser un señorial alcahuete dueño de tonos mesurados y filtros complacientes. El cuentista se caracteriza por tener una absoluta impericia para contestar con prudencia, sin pensar en “caliente” y decir en “hirviendo”, sin luchar a brazo partido contra la helada neurona que te duerme el amor propio. Ni siquiera poniéndole un cachito de vaselina al upite antes de proceder a la placentera cirugía de alto riesgo. Es más Gustavo Espinoza que Pablo Neruda, más Fogwill que Cortazar; menos dulzón que grotesco, más prosaico que poeta. Empecinado en no tener reparos excesivos por la solemnidad del protocolo.

Acontece que el narrador se hace “popó” en el protocolo porque lo considera ingrediente absurdo de esta “sociedad líquida” como la llama Baumann con el fin de ser condescendiente y para buscar la aprobación de su editorial que sino no lo publica. Todo para no caer en el cliché iletrado de decir “ESTE MUNDO DEL ORTO”, Zygmunt querido. Este mundo de pacatos reverenciales y toditos iguales; como bueyes insustanciales revolcados en océanos de vanidad sabionda, creyéndose los más vivos del terruño mientras evocan al filósofo de San Pelotas y la realidad les camina por al lado. Languideciendo dentro de un glamuroso menú repleto de nada.

Terminada esta nueva (y ya previsible) digresión, volvamos a las hipótesis que intentan desentrañar el fracaso estrepitoso que aqueja al escribiente volátil. Algunos dicen que lisa y llanamente es un camino errante, otros lo acusan de holgazán sin remedio, otros que se inclinó por carreras de mercado laboral inexistente y la mayoría explica que lo que le falta es avidez. Achicar el desparpajo y alimentar la codicia. Querer más, cultivar espíritu de ahorro, no haberla patinado en bohemia y libro usado, tener metas altisonantes o perseguir el retrato familiar y la prosperidad dorada. Vale la pena reconocer que, en menor o mayor medida, a todos les asiste un poquitín de razón.

Al narrador no se le para hojeando el catálogo de Ferrari y Alfa Romeo, no le interesa regatear por Mercado Libre, no tiene erecciones con las mansiones del canal “E Entertainment”, no sueña con declararse padre o marido, no se inyecta anabólicos, no se va en semen por ser el mando medio (también conocido como “encargado”) que ayer compartía y hoy oprime. Le importa NADA El Famoso “Progreso”, no siente culpa alguna cuando escucha las teorías moralizantes de la cultura del trabajo y tampoco le genera cosquilleo la posibilidad de irse a estudiar a la prestigiosa Universidad de la San Puta. Como si esto fuese poco, le desestimulan la fibra intima esas peroratas contra el gremio de “Los Conformistas que no quiere crecer” y ese BLA…BLA…BLA  tan anodino y cliché.  

Pero entonces: ¿existe algo en el universo que movilice a esta alimaña corrompida? Solamente las almas despojadas que se incendian en medio de la tempestad, los aislados placeres vinculares, la intensidad del coito rabioso, el oscuro callejón sin salida, la musiquita sensual descubriendo su vastísimo espectro imaginario, el viaje hilarante y doloroso (sin pasaje de vuelta) que lo traslada al utópico pueblo de Macondo y a su literato objeto de culto. El bicho está secuestrado por las trascendentes intrascendencias del ser huraño y para colmo de males se halla como pez en el agua navegando esa suerte de prisión perpetua.

No hay caso. No puede parar. Disgrega, disgrega y disgrega. El relato se va por las ramas, el discurso huye como espantado y los argumentos chocan unos con otros. Parece una letanía desaforada escabulléndose entre los pastizales de la jungla. Conviene aclarar que el narrador no se jacta de leer cien veces el “Elogio de la locura” que patentó Erasmo ni de despreciar la frivolidad estadística ni de no tener certeros organigramas o sufrir las trampas de la paradoja rampante. Tampoco se jacta de su notoria incompetencia para entender conductas privadas de instintos o de vivir casi exclusivamente para el triste goce del lodazal humano y no mundano.

Mucho menos siente orgullo por publicar textos inclasificables a modo de vomito catártico, escupiendo sus gruesos trozos de mierda intestinal sobre monumentos y leyendas urbanas. Lo hace seguramente como vil excusa de esta derrota inapelable que tiene sabor a victoria en su alucinógeno fuero interno; pero más aún lo hace porque se le canta y porque lo empujan las tripas. Esas tripas a las que se rinde sin decoro. Esas caóticas tripas que le impiden enredarse en la telaraña bien pensante del jurado que premia y castiga. Las mismas que conducen hacia una evasión bastante más cara de lo que el lector imagina. Evasión a la que su selecto círculo íntimo le sigue buscando el porqué.

                                                         @naturacontracultura 2012-2021   

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