EL CUENTO DE NUNCA ACABAR

 

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Estoy viendo al mejor de todos y la tele  me devuelve una imagen distorsionada. No es ÉL. Hoy sale a la luz una faceta terrenal, el costado más humano, su versión menos divulgada por comunicadores y marquesinas. Hoy ÉL es una macana atrás de la otra y su figura se reduce a la de un hombre vulnerable y desamparado en la inmensidad de Roland Garros. El paisaje de las gradas sin público es desolador y el silencio del entorno se torna inverosímil dado que quien está raqueteando en el court central es quizás el deportista más célebre de la historia. Como pocas veces, está preso de la impotencia y ha perdido el control. Sigo mirando incrédulo e imagino la voz de los oportunistas  apelando al refrán popular: ya no sos mi margarita. Percibo la saña disimulada del mediocre vociferando con cara de compungido: hay que saber retirarse a tiempo.

Mientras tanto Roger sigue enfrascado en una pelea sin tregua pero no contra el alemán aguerrido que está del otro lado de la red; se trata de una batalla consigo mismo, una lucha a brazo partido contra más de un año de inactividad, contra dos operaciones de rodilla, contra la  biología inexorable y sobre todo contra sus miedos. Está con los nervios ópticos tan alterados como exhaustos; lejísimos de la perfección suiza que tanto se promociona en los catálogos de relojes o en las campañas publicitarias de la ATP.

Tiene la respiración entrecortada y el intelecto nublado; es todo tan pero tan atípico que aunque usted no lo crea, el tipo está sudando a mares. Si, Federer. Esa especie de Lord Inmaculado que parece no conocer lo que es la transpiración; ese hombre de las (casi) cuatro décadas que en lugar de correr, flota esbelto por los aires. Hoy, nada de eso. Los ojos inyectados en sangre y enojados hasta la rebeldía. Las pupilas cansadas aunque obstinadas en seguir un poco más. Siempre un poco más. Gesticula como un niño caprichoso  al que le sacaron los juguetes y luce incapaz de tolerar una adversidad a la que no está acostumbrado.  

Grita, hace berrinche y mira a su entrenador en busca de una soga, un anzuelo, una pócima mágica que revierta lo irreversible. Está desnudo más allá de una aparente remera roja, la vincha, las medias, el short y su flamante calzado. La debacle continúa igual que un sinfín de pelotas enganchadas tanto de drive como de revés. El primer saque no entra ni de casualidad y el cuerpo ignora las órdenes de la mente. Dada su jerarquía podríamos afirmar que en determinadas situaciones Rogelio anda bordeando el papelón. Debe llevar cincuenta errores no forzados me grita alucinado el Tincho sin rigurosidad alguna pero con razón meridiana. La velocidad de piernas es completamente nula igual que su movilidad. Está transformando el placentero costado recreativo del tenis en puro autoflagelo: ¿No será este match un testimonio vivo de que la dicha no es una cosa alegre como canta el poeta?   

A pesar de los pesares, el tipo sigue parado sobre el polvo de ladrillo francés; erguido y estoico en busca de solucionar lo insoluble. Poniéndole el pecho a las impiadosas agujas del tiempo como si fuese un Quijote que le hace la vista gorda a la evidencia empírica y choca contra molinos de viento. Esta set iguales y ya en el tie break del tercero pero créanme que a esta altura del partido eso importa un comino.  El quid del asunto es que su mirar fulgurante preserva la ilusión juvenil del debutante. La humildad de quien deambula el circuito jugando challengers y sabiendo que para escalar habrá que ponerse el overol. Hoy, más que nunca, a Federer se le ha caido de los bolsillos el ominoso lastre de las vanidades.

Vuelvo a insistir en mi tontera pseudo reflexiva y me pregunto en honor a los enaltecedores del cliché: ¿Por qué no se va? ¿Qué necesidad de estar hasta la medianoche parisina en un estadio vacío dilapidando prestigio contra el 59 del mundo? ¿Hasta cuando seguirá arriesgando su físico y su reputación por un partidito de tercera ronda? Al principio los rígidos esquemas de mi exitismo cultural (parido en comunidad) me obnubilan pero paulatinamente la ceguera va dejando paso a la claridad.

No es hambre de gloria, records a batir o una prolongación indefinida del clink caja. Las respuestas se hallan sencillamente en una desproporcionada pasión por el juego, un irracional amor al divertimento de la pelotita amarilla y un respeto innegociable a esa honda vocación que un día torno se profesión. Por eso la anécdota frívola dirá que Roger Federer le ganó en cuatro sets a Dominic Koepfer y tras cartón no se presentó en octavos de final; o que una semana después Djokovic destronó a Nadal y llegó a su decimonoveno torneo grande. En cambio, las esenciales letras de lo intangible referirán a un caballero sin armadura que sigue empeñado en reinventar las fuentes del mito literario. Lo verdaderamente intrínseco a esta cuestión es el fuego sagrado que excede cualquier dato trivial y permanece encendido en mi romántica retina ochentosa.     


                                                          @naturacontracultura 2012-2021  

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