PULSIÓN DEL CUARENTÓN

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         Sin excesivos firuletes vayamos al meollo de esta sinrazón. Denuncia la historia oficial que ir ligero de cascos a los dieciocho añitos es perdonable y puede hasta ser evaluado como una conducta saludable en el proceso de crecimiento, un indicador normal para los parámetros que nos rigen desde que somos pequeños y nos abraza ese arrollador tsunami llamado cultura. Seguir en la postura del locuelo libertino a los treinta se observará de forma más sospechosa e incluso podría hablarse de una inmadurez prolongada propia de ese espécimen al que vulgarmente denominamos boludo importante; atolondrado de grandes ligas que ha decidido echarse a la bartola o luchar a brazo partido contra las inclemencias del tiempo; siempre según el cristal con que se mire.

Existe un componente todavía más digno de análisis que no se encuentra en la tabla periódica de elementos. Químico caótico e imposible de medir que llega a cuarenta primaveras y cien mil veranos sin perder la espontaneidad juvenil del bobalicón distinguido. El pende viejo (como lo llaman sus detractores) está constituido por un sinfín de moléculas renegadas que lo siguen haciendo adolecer y vibrar aunque su carnet de identidad despotrique con motivo. Si nos guiamos por sus resoluciones más habituales no parece estar en sus cabales, ya que continúa inclinándose por el fragor de la pulsión y no por la helada conciencia ordenadora.

Dicha pulsión no es tan solo un impulso de índole carnal o sexual como afirmaba el célebre Freud; sino una poderosísima fuerza mística que lo eleva y lo hace sobreponerse a la potencia arrasadora de la mediocridad adulta. Un tornillo flojo, un pensamiento desalineado, una erección inapropiada, un verso ebrio, un reloj atemporal; un ejemplar barullero que pone en juego su status ante el virus exponencial de los mandatos sociales. “No renunciás a la impronta y si renunciás, cagás”, se repite frente al espejo con esa mezcla de eslogan berreta y erudición lumpen que dos por tres ilumina al populacho.  

Las habladurías van de acá para allá; desde la portera del edificio hasta el tano del almacén, desde el Abitab a la carnicería pero Don Nadie mira para el costado, prisionero de su eterna indolencia. Se lo puede apreciar estancado en su actualidad anacrónica, meciéndose en un muelle de poliéster cubano-francés. Aseguran las malas lenguas (y también las buenas) que insiste en su pulsión controversial y solo esboza una sonrisita a medias tintas cuando la legión intransigente pide operarlo a corazón abierto. Son casos atípicos como el de este enajenado los que generan cierto desbarajuste en los métodos de cálculo que legitiman al modelo colectivo de bienestar, aprendizaje sostenido y evolución uniforme.  

Frente a los avatares del hombre púber, la precisión quirúrgica de la ciencia dura se desvanece por su propia insustancialidad. Gracias a una muestra así de singular crecen exponencialmente los márgenes de error de la encuestadora con mejor reputación del mercado. La ya mencionada pulsión y el capricho repentino responden a una inesperada tensión interna que llevan a este mequetrefe a enfrentarse con el arraigo de los conceptos. Está enmarañado en una pelea a muerte con la palabra aunque su estrategia para abordar dicha contienda es, fue y será dicha palabra.

Porque este duelo a la vieja usanza no es contra la humildad, ni contra el trabajo, ni contra el paisito; sino contra los ríos de tinta que han corrido acerca de la humildad, el trabajo y el paisito. Aunque muchos no confíen en su metáfora y su ficción, vagoneta documentado anhela que mañana lleguen otros talibanes literarios a cuestionar las necedades que él asevera, tan suelto de cuerpo, sobre el fobal, el tango, la hipocresía ciudadana o la mezquindad platónica -patriótica. Y que lo reescriban sin rendirle cuentas a ningún censor intelectual que quiera ser más papista que el papa. 

El problema no sería tal si este sujeto fuese un hecho aislado que se soluciona con un par de sustos de hecho o de derecho; acontece que el mal tiende a reproducirse y hoy él es solo un exponente de otros tantos. Fiel a su estilo redundante, la honorable sociedad de los cajones querrá hacer la vista gorda horadando la traviesa pulsión, aplicando el anticuerpo imperceptible para tan temible patología.

Y atentos porque esta sociedad del buen obrar suele ir hasta las últimas consecuencias cuando hay una pluma que aplacar o un alma que sosegar; sin embargo, y a pesar de tecnologías implacables envolviéndonos en los torbellinos del ganso narcotizado, algunos elementos malsanos siguen huyendo con descaro de las tablas periódicas. Porque pueden, dirán algunos. Hay tantos que pueden y no quieren, replicarán otros.  

Holgazanes, badulaques y sinsentidos de la naturaleza que andan por las vías del tren sin miedo a ser aplastados. Sin pudor alguno por todavía vestir pantalón cargo y musculosa veraniega permanecen incorruptibles en el balanceo del péndulo mágico. Oscilando pertinaces, esclavos de su autonomía, hechizados por un flash relampagueante. Escabulléndose de los cajones como serpientes fugaces que no dan tregua al cazador. Y dada esta circunstancia (improbable pero posible), aunque el cazador tenga de su lado al método, a la materia, al raciocinio  y a la teoría; este bicharraco escurridizo lo hará sentirse tan pero tan bobo que ni el cazador cazado.

                                                    

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