HIPÓLITO Y LA NADA

 

       

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Hipólito nada en la obscenidad de la nada misma. Tiene la corriente a favor y el oleaje que debería impulsarlo lo devuelve hasta la orilla a pesar de ser un viejo lobo de mar conocedor de la marea donde los ciudadanos comunes se ahogan todos los días. Hipólito podría estarse paseando a sus anchas en la inmensidad del océano pacífico rodeado de bellas damas y daiquiris de frutilla o haciendo filantropía barata para congraciarse con el mundo exterior y lavar su alma pecadora o dedicándose al grafiti callejero como le indicaba recurrentemente aquel sueño de niño en el que rompía lazos con su linaje milenario.

A contramano de este variopinto conjunto de posibilidades, Hipólito elije enredarse en una abigarrada pecera de cristal que lo mantiene atorado entre barrotes de terciopelo  e impenetrables monitores de alta definición. En dicho cubículo despiadado no abundan simpáticos pescaditos, ni torrentes liberadores ni instinto animal; allí hay sobreabundancia de cables, enchufes e información confidencial. Millonadas de folios, hojas y carpetas meticulosamente ordenadas como Dios y la Virgen Santísima quieren.

Se trata de una pecera donde flotan y asoman a la superficie multitud de bandas anchas que se superponen durante las veinticuatro horas del día. Especie de acuario inanimado transformado en hogar inhóspito para esta viril encarnación del Sueño Americano. Atado de pies y manos por motus propio, cual sadomasoquista convencido esperando el ritual de la lluvia dorada. Cual sadomasoquista caído en las redes de la coprofilia, auto flagelado por una cascada interminable de heces mercantiles.   

Híper, mega y ultra conectado a sus diecisiete computadores portátiles, a la balanza bursátil, a los exportadores textiles, a los chinos que importan repuestos automotrices y te la quieren jopear con astucia. Rapiñando a ese gringo incauto que navega despreocupado por la red o espiando a la compañía archi enemiga en un fluctuante rol de agente secreto, hoy de izquierda, mañana de derecha y pasado de centro. Su estado es constante y atemporal como si se tratase de una línea eternamente recargada e inconclusa; sobre girado, sobrevalorado, sobre exigido, consternado, mermado y carcomido por el imponderable que mañana puede aterrizar en la bandeja de entrada o sonar en el teléfono celular.

Cinchando y cinchando a pesar de sus precarias capacidades terrenales e ignorando la limitación de renacuajo imperfecto nacido en el reino de los mortales, Hipólito elije concienzudamente separarse de la condición a la que pertenece; a la cual somete, humilla y degrada. “Rentable, realista y si hay tiempo, humano” piensa en voz alta a modo de consigna ineludible. Aunque hostigue, aunque canse, aunque duela en lo más hondo de las entrañas que poco entienden de relaciones costo/beneficio y no saben hacer más que gritar en silencio.

Terminada la pantomima mensual de merienda compartida entre patronal y ma
no de obra barata, Hipólito vuelve a la loca cordura y luego de tanto tejemaneje al servicio del fin que justifica los medios, la mente empieza a chisporrotear en brutal cortocircuito como máquina aturdida a punto de des configurarse. De buenas a primeras le cruje el badajo y el delgadísimo torso tambalea haciendo una S que se repite insistente; sus entrañas empiezan a levantar la voz porque están hartas de callar y acumular estiércol. Las razones de la praxis moderna se le están nublando, igual que sus ojos cada vez más nublados. “¿No era que en la tierra solo sufría el desarrapado que mañana será bienaventurado en el  cielo?” se cuestiona en silencio y con visible indignación cristiana.  

Los quejidos cada vez más persistentes de sus intestinos  son la introducción acústica del vomito posterior y la moraleja es que aquella acumulación de pontificado estiércol no ha sido en vano. La arteria carótida se le está inflamando por fuera y desangrando por dentro como una alegoría del padecer cotidiano, como símbolo de su carne ayer intocable y hoy desvalida. Un sinfín de bibliotecas canónicas se derrumba sobre su tálamo, hipotálamo, lóbulo parietal, lóbulo frontal. Después de siete felinas vidas pisando aceleradores ruines, Hipólito ruega por puntos, comas, frenos, carteles de Pare, hasta llevar su vehículo maltrecho a un paso de hombre que lo apacigüe.

Entre tanta resolución meteórica y triunfo fallido, su cuerpo experimenta violentamente las miserias del espíritu que implora un tate quieto. Durante esta agonía gradual e incesante le gustaría convertirse en uno de esos parásitos reflexivos e inservibles que depositan la mirada en el horizonte buscando intangibles extraviados. Si ahora mismo Hipólito pudiese ser tan solo una digresión, una pausa innecesaria en el relato, una tenue descripción que narra pero no acciona, no dudaría un solo segundo en despilfarrar sus toneladas de activo prestigio y tirarse a la marchanta de los pasivos en decadencia.

Mientras escucha, a lo lejos, el sonido agudo y constante de la sirena, medita que si tuviese la oportunidad de volver a nacer en esta precisa frase sería un excomulgado más y hasta se haría cortar el prepucio con tal de quedar liso y llano como hoja en blanco que no hace, ni dice, ni piensa, engullido por meditaciones provenientes del Tíbet, melodías suaves e inciensos humeantes. En este momento de sufrimiento indecible Hipólito asesinaría a un mercachifle por cuadra con tal de transformarse en tibetano improductivo, descalabro mundano, uno más de los tantos que rondan por el carrusel sin sortija. Aunque eso lo llevase a clausurar su agenda con fragancia italiana y a permitir que la competencia lo destripe o a que su insaciable plazo fijo en dólares se aflija hasta el llanto.

Ya postrado e indefenso, Hipólito mira las lúgubres paredes del distinguido nosocomio concentrándose en el más allá, colocando los focos en la nimiedad de su ser, en lo minúscula que resulta su individualidad desflecada para este planeta inconmensurable que lo habita. Por primera vez está dejando ser el dolor, la tristeza, la nostalgia de lo que nunca fue ni será. Como preparándose  para descender de la cúspide en un camino sin atajos. Forzadamente barranca abajo debido a la presencia inoportuna de un tumor que se ha expandido por toditos los rincones, igual que su endiosada voracidad.

En menos de lo que canta un gallo ha perdido el pelo y las mañas. Su cabeza atraviesa con frenesí las desventuras del reconocimiento y los matorrales de la anagnórisis no exenta de angustia desgarradora. Gime, suda a borbotones y pega unos alaridos finitos que provocan la súbita entrada de nurses y enfermeros. Las cataratas de morfina bailan a través de sus venas sin lograr aplacar el calvario porque no existen cuidados paliativos que mitiguen el anhelo de lo que pudo ser.      

Poco a poco se va desprendiendo de la carga, quitándose la mochila, alivianando el peso hasta desembocar en una flojedad que no lo sana pero lo alivia. En este santiamén que se va para no volver a Hipólito no le interesa encontrarse consigo mismo ni mucho menos con los tantos colegas a quienes aplastó antes de ser aplastado, como rezaba su filosofía implacable. Aquí y ahora busca denodadamente el sedante de una Nada quizás más temible y profunda que aquella Nada frecuentada con asiduidad por su hombría de Latín Lover Capitalista.   

Y como ha sucedido a lo largo de su entera peripecia vital, logra todo lo que se propone porque La Nada viene a buscarlo otra vez. Seductora, imponente y altiva; menos banal y más significativa que antaño. Sin final feliz, ni oportunidad de redención, ni romanticismos literarios ni épicas imposibles. Sin vueltas de tuerca inesperadas para quien jamás se permitió sucumbir ante la ilusa ficción. Y en resumidas cuentas, a las 23:42 de este miércoles nocturno e invernal Hipólito se ha desconectado. En soledad, a la fuerza y por las malas, pero desconectado al fin.


                                                              @naturacontracultura 2012-2022

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