CONVERSANDO CON BORGES

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           Me siento a la mesa sin preguntarle si la silla está libre y me enfrasco en una charla sin flor en el ojal como debe ser cualquier habladera apasionante que se jacte de ser tal. Los hechos suceden en un bar del micro centro bonaerense donde los fantasmas tanguean, las cafeteras versean y las intertextualidades remueven escombros debajo de las piedras. Muchos piensan que se trata de un acto de fe narrativa pero puedo constatar la materialidad del encuentro; toco su espalda ancha, escucho su voz ronca, curioseo en su elegantísimo traje de alpaca. Mi osadía desprejuiciada dialoga, cara a cara, con el súper hombre del párpado caído aunque carezca de elementos argumentativos para atreverme a semejante despropósito.

Ninguna aventura más tentadora para uno que sumergirse sin salvavidas en la magnificencia de un verdadero falo centrismo literario; macho cabrío hecho reliquia. Rejunto sus mil páginas finadas, las entrevero y noto que este acto sacrílego me despierta el morbo y la virilidad. Hoy mi único fin es hincar el diente en sus más lúcidos cachos de carne podrida, argentina y cosmopolita, que andará en estado de putrefacción adornando algún cementerio de la gran ciudad. Estoy imbuido en el lado menos publicitado y más colorido de la necrofilia.

Una necrofilia en ciernes que me lleva a aceptarlo y rechazarlo, discutirlo y ensalzarlo. Ando de cháchara acalorada con una de las Más Vivas Muertes rioplatenses y él accede gustoso. En una muestra de atípica humildad erudita, el más célebre devoto de Stevenson se remanga y se embarra en mi anonimato, refutándome desde un purgatorio particular sin perder su estilo de porteño fanfarrón;  jocoso, satírico, sin abdicar de la letra como juego irrenunciable, con ese tono burlón que un siglo después continúa aniquilando la solemnidad fingida de una alta cultura chatita y desabrida.

¿Cómo no intercambiar sentires y disparates con tan discordante difunto? ¿Cómo no hacerlo sin tener el caradurismo de negar su verdad instalada? “En esto tiene razón pero no concuerdo con lo otro y con aquello”, aventuro en silencio, confiado en mi liviandad desvergonzada y sin miedo al ridículo: como a él le gustaría. Mentira que huellas y ecos atentan contra la intuición creativa porque ¿cómo podría explicar entonces  que parloteando por enésima vez con su pelada lustrosa, mi lamparita de bajo consumo este encendida aquí y ahora? Soy yo hurgando en el pellejo helado, la carne tiesa y el alma llameante del Borges inerte. Soy yo, rasca que te rasca en el bagaje póstumo de un Otro Inefable. Soy yo.   

Aún siéndome ajenas tantas sentencias presuntuosas, suposiciones poéticas, falsas teorías o preguntas retóricas yo barajo, doy de nuevo y las hago mías a riesgo de convertirme en vulgar plagiario de boliche. Tejo, enhebro, zurzo, hilo fino y grueso. Somos uno durante esta carilla y media de mala muerte. Las capas del palimpsesto  se superponen precarias y artísticas, dóciles y rebeldes frente a los encantos del híbrido que no se reduce a “simulacro vistosísimo de poesía, engalanado de muertes” (Borges, 1928: 25), sino a una vida intransferible cooptada por mil vidas locuaces y tímidas, dichosas y melancólicas,  distintas e iguales.

Todas sus estridentes vidas que ahora me pertenecen desde Carriego hasta Funes, desde la gauchesca hasta el ultraísmo, desde Buenos Aires hasta Montevideo. A pesar que su vozarrón quejoso retumbe desde el más allá y más allá que su vívido espíritu no se deje adiestrar por las telarañas de la novedad. Entonces las palabras, los vocablos, los morfemas y las sílabas huyen, desnudas y vestidas, libres y presas, soberanas pero sometidas a su montaña de cadáveres exquisitos que fueron, son y serán. Ensimismadas en una silueta borgeana que titila tan lejos y tan cerca. Silueta  palpable e inasible que me deslumbra gracias a la belleza reciclada de sus tendenciosas medias verdades. Inmortalidad de bulto y no sombra de inmortalidad, como reclamaba Unamuno.   


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