CONVERSANDO CON BORGES
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Ninguna aventura más tentadora para uno que sumergirse
sin salvavidas en la magnificencia de un verdadero falo centrismo literario; macho
cabrío hecho reliquia. Rejunto sus mil páginas finadas, las entrevero y noto
que este acto sacrílego me despierta el morbo y la virilidad. Hoy mi único fin es hincar el diente
en sus más lúcidos cachos de carne podrida, argentina y cosmopolita, que andará
en estado de putrefacción adornando algún cementerio de la gran ciudad. Estoy
imbuido en el lado menos publicitado y más colorido de la necrofilia.
Una necrofilia en ciernes que me lleva a aceptarlo y
rechazarlo, discutirlo y ensalzarlo. Ando de cháchara acalorada con una de las
Más Vivas Muertes rioplatenses y él accede gustoso. En una muestra de atípica
humildad erudita, el más célebre devoto de Stevenson se remanga y se embarra en
mi anonimato, refutándome desde un purgatorio particular sin perder su estilo
de porteño fanfarrón; jocoso, satírico,
sin abdicar de la letra como juego irrenunciable, con ese tono burlón que un
siglo después continúa aniquilando la solemnidad fingida de una alta cultura chatita y desabrida.
¿Cómo no intercambiar sentires y disparates con tan
discordante difunto? ¿Cómo no hacerlo sin tener el caradurismo de negar su
verdad instalada? “En esto tiene razón pero no concuerdo con lo otro y con
aquello”, aventuro en silencio, confiado en mi liviandad desvergonzada y sin
miedo al ridículo: como a él le gustaría. Mentira que huellas y ecos atentan
contra la intuición creativa porque ¿cómo podría explicar entonces que parloteando por enésima vez con su pelada
lustrosa, mi lamparita de bajo consumo este encendida aquí y ahora? Soy yo hurgando
en el pellejo helado, la carne tiesa y el alma llameante del Borges inerte. Soy
yo, rasca que te rasca en el bagaje póstumo de un Otro Inefable. Soy yo.
Aún siéndome ajenas tantas sentencias presuntuosas, suposiciones
poéticas, falsas teorías o preguntas retóricas yo barajo, doy de nuevo y las
hago mías a riesgo de convertirme en vulgar plagiario de boliche. Tejo,
enhebro, zurzo, hilo fino y grueso. Somos uno durante esta carilla y media de mala
muerte. Las capas del palimpsesto se
superponen precarias y artísticas, dóciles y rebeldes frente a los encantos del
híbrido que no se reduce a “simulacro
vistosísimo de poesía, engalanado de muertes” (Borges, 1928: 25), sino a
una vida intransferible cooptada por mil vidas locuaces y tímidas, dichosas y
melancólicas, distintas e iguales.
Todas sus estridentes vidas que ahora me pertenecen
desde Carriego hasta Funes, desde la gauchesca hasta el ultraísmo, desde Buenos
Aires hasta Montevideo. A pesar que su vozarrón quejoso retumbe desde el más
allá y más allá que su vívido espíritu no se deje adiestrar por las telarañas
de la novedad. Entonces las palabras, los vocablos, los morfemas y las sílabas
huyen, desnudas y vestidas, libres y presas, soberanas pero sometidas a su
montaña de cadáveres exquisitos que fueron, son y serán. Ensimismadas en una
silueta borgeana que titila tan lejos y tan cerca. Silueta palpable e inasible que me deslumbra gracias a
la belleza reciclada de sus tendenciosas medias verdades. Inmortalidad de bulto y no sombra de inmortalidad, como reclamaba
Unamuno.
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