TITO Y LA PUREZA
Quienes escribimos los partes oficiales de la historia pertenecemos a la especie humana y, salvo contadas excepciones, la impureza nos empieza a corromper cuando decimos la primera mentira piadosa de un collar de mentiras cada día más impiadosas. Desde que optamos por el pensamiento en exceso, para bien y para mal, nos cuesta comprender la naturaleza del impulso animal ya que nos tornamos turbios e intrincados. Al revés de esta forma de habitar el mundo y a contramano de la creencia promovida por la tontera mundanal, el micifuz sabe de instinto pero no de especulación; menos que menos de traición.
Dadas las circunstancias podríamos afirmar que Tito representa nuestra antítesis, mi opuesto, tu otra cara. Experimenta un indispensable accionar escatológico y sin embargo su mierda no es igual a la de quien les habla. Las heces que emanan de su intestino gatuno están libres de construcciones culturales; felizmente a salvo de abogados constitucionalistas, del exceso argumentativo, de la economía de mercado, de la xenofobia y el racismo o de la moralidad cuadriculada con que se cuece a fuego lento la hegemonía.
Tito no sabe un pomo de hegemonía, ni de proyectos
geopolíticos de dominación global pero menos sabe de correctísimas tibiezas. Tito
es radicalmente puro y a su vez amoral. Coje con quien tiene ganas de cojer,
mea donde tiene ganas de mear y come cuando tiene ganas de comer. Tan tierno
como salvaje existe ajeno al reloj y por fuera del plan socialmente aceptado. Sin
dejarse alienar ni alinear responde a sus sentidos con
lealtad innegociable. Elige la osada intuición sobre el cauteloso raciocinio. Frente
a la complejidad del mundo que lo rodea se
inclina por su propia simpleza entrañable y no cree en gatos de cinco patas.
No necesita
regla de tres ni ecuaciones para saber
quién es digno de recibir su visita en la falda; a quien deja llegar hasta su
guarida o, en su defecto, quien merece un arañazo fugazmente imperceptible. El
espécimen en cuestión jamás precisó criterios académicos para discernir a quien
hacer objeto de su ronroneo amoroso y a quien huirle escurridizo con su bigote
parado y su mejor cara de pocos amigos. Es poseedor de esa extraña cualidad
llamada inteligencia emocional; por ello, vuelvo y repito, no regala sus
encantos ante el primer perejil de feria que se le cruce en el camino.
Tito posee tal firmeza de carácter que hace o
deshace regido únicamente por su antojadiza voluntad; saltando, ágil y
elegante, sobre el mantel que cubre la mesa redonda donde el hombre solitario
disfruta el almuerzo, el mate o el vino. El decálogo de buenas costumbres
señalaría, con humana arbitrariedad, que su lugar no es allí sino en el patio
junto a sus semejantes; pero como una lucecita incandescente proveniente del
más allá Tito vuelve a saltar, día y noche, para posarse en el vejestorio
mobiliario bien próximo a su ser favorito en el mundo.
Brinca,
brinca y brinca. Compenetrado hasta el dolor con el sentir más profundo del
misántropo; en su faceta más descarnadamente desinteresada y compañera. Y a pesar
de la aparente ausencia del felino o de
su inesperada partida precoz, el hombre solitario sigue siendo testigo de sus
infinitas jugarretas. La complicidad de
lo invisible sigue transitando desbocada y una torrentosa conexión cósmica trasciende
mi necio entendimiento; dos seres vivos, hechos el uno para el otro. Un
ermitaño con barba canosa y sonrisa incompleta. Un felino haragán de ojos
saltones. Alcanzando el estadio de sensibilidad superior que los definirá por siempre
más allá de la materia. Reposando en esa
fotografía inmortal que descubre el Alma de las Cosas.
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