REENCUENTRO CON MI AMADA SIMPLEZA
Hace seis meses venía caminando por Gaboto hacia la rambla y la volví a cruzar después de muchos desencuentros y actos fallidos. Los dos quedamos mudos, patitiesos, sin saber si reír, llorar o que hacer. Como azorados ante las patrañas del azar y los antojos de la energía que lleva y trae atinamos a pegarnos un abrazo corto pero apretado; de esos que te dejan la huella, la marca y el aroma a piel. Hacia tanto que ni siquiera la veía rondando por la vuelta que aquella soleada jornada de martes perdurará en la memoria de mis dioses particulares; como un momento que atesoraré hasta el final de mis días, como ese punto de inflexión que me devolvió al lugar en el que siempre me sentí confortable y un día decidí abandonar para combatir dicho confort.
¿Por
qué terminé tan abruptamente aquella relación? Por tantas cosas Míster. Por las
peripecias inconscientes de la vanidad, pretensión desmedida, caprichos
juguetones, por esa boludez que alguien se dignó llamar prestigio social, por
la frenética carrera conmigo mismo, por un genuino anhelo de alimentarme las vísceras
con partículas de sueños ajenos o por reverdecer los brotes de la extraviada
alta cultura. Vaya uno a saber. Solo sé que no fue algo mono causal, sino un
arsenal de circunstancias floridas que me transportaron a tierras extrañas en
busca de polleras nuevas; razones más o menos validas de acuerdo al cristal con
que se lea.
El
tema es que aquel martes caminando el empedrado destartalado que te lleva rumbo
al mar me topé con la susodicha y ella en vez de reclamarme, confrontarme,
putearme o elaborar una minuciosa lista de cuentas a cobrar, me estampó media
sonrisa y sin más preámbulo confundió su humanidad con la mía. Confieso que no
esperaba dicha muestra de cariño incondicional luego de mi infundada y
repentina partida, sin embargo la tipa puso la otra mejilla y exhibió su mejor
sonrisa. Si bien al principio costó volver a sumergirme en sus fluídas mieles,
poco a poco fui soltando valijas ajenas y empecé a entregarme al placer de
saberla cerca otra vez, muy lejos ya de mi idiotez de antaño.
Tampoco
deberían preguntar porque me la crucé en esa calle o en ese punto específico de
Montevideo dado que tampoco sabría qué contestar; es que ya no le busco tanto
el pelo al huevo. Lo real es que dicha encrucijada fue la elegida (vaya a saber
uno por quien) para reencontrarme con la mujer que ha sacado lo mejor de mi
frescura nada académica, la que un día me acompañó de la mano hasta las serenas tempestades de Murakami,
Amado o del incorregible Fontanarrosa. La damisela dócil que me enseñó la
gloria de las pequeñeces; del mate amiguero, la juntada familiar o el cigarro
posterior al regocijo de los cuerpos. La que me hizo comprender que la
caligrafía rimbombante no es necesariamente indicador de excelencia literaria,
sino que puede ser también somnífero
insuperable.
Esta
loca desquiciada me convenció sin vericuetos que la pluma debe andar ligerita
de ropas, en cueros si es posible; con menos frenos y más aceleradores, con
menos carburador y más musicalidad del alma. Que lo moderno no es un concepto
sino un bluf de mal gusto, que Baudelaire todavía late y es en su trama
“radicalmente intransigente” (como dijo la profe preferida) donde halla la
virtud de la vigencia. A este reencuentro inesperado con mi amada y engañada
Simpleza le debo este retorno a las fuentes.
Sepan
que no volveré a jurarle fidelidad o monogamia incondicional, ni mucho menos un
decir perpetuamente libre de grandilocuencias. Sin ir más lejos, hoy no pude
con mis delirios de grandeza vanguardista y volví a bucear los fértiles
hermetismos de Girondo y Ferreiro. Pero ella ya sabe. La benevolente Simpleza
esta advertida que esta relación es tan honda como abierta, un amor sin rótulos
ni promesas cuya única garantía es que ya no busco el argumento estelar que
distinga, sino la sensitiva idea que electrocute y conecte con mi espacio
interior.
@naturacontracultura 2012-2022
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