ENSOÑACIONES DESDE EL CULO DEL MUNDO

 

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            Isaac Mateo Martiniano y la GRS (Guerrilla Rural Separatista) liberaron al pueblo de Balecunda por la vía armada en el año 1964. Aunque dichos acontecimientos oliesen a naftalina o la opinión pública se encarnizara en borrar la memoria de un plumazo, el jovenzuelo Antonio Mezquíades insistía en recordar con ojos llorosos la hazaña perpetrada por el ya difunto revolucionario y su clan insubordinado. Eran muchas las noches de insomnio y desasosiego transcurridas en compañía de aquella plataforma digital de origen estadounidense mediante la cual consumía discursos, entrevistas y acalorados debates del Comandante Isaac. Durante infinidad de veladas insomnes a lo largo de su vida el bueno de Mezquíades se preguntaría a si mismo por el motivo de semejante apego tecnológico-emocional hacia aquella proeza ajena que nada tenía que ver con su tiempo y espacio.

¿Si desde siempre habitó un país donde los méritos supremos radicaban en adoptar la línea recta, conservarla y no desviarse de la misma porque se venía a fijar en un pequeñísimo poblado africano al otro lado del mundo donde todo nacía al revés, se desarrollaba oscilante y moría definitivamente torcido? Fuese lo que fuese, desde pequeñito iba y venía con el dedo índice, dale que te dale al botón izquierdo, rebobinando consignas, registrando proclamas al viento ante multitudes fervorosas, comiéndose con la retina el flamear de las banderas, el verde amarronado de los pastizales en los gigantescos descampados, emulando a capela el vitoreo de niños mulatos con pies descalzos.

La génesis de este extraño sentido de pertenencia provenía de larga data. Antoñito se había dado de bruces con la historia de la Revolución Balecundiana gracias a sus exaltadísimos padres cuando todavía se meaba encima. De forma incipiente y progresiva notaba, a pesar de su tierna edad, que al interiorizar los cuentos nocturnos del Caballo sin Jinete (en vez del Gato con Botas o Pulgarcito) sus pies repiqueteaban ansiosos contra el piso laminado y los poros se le electrizaban como preso de un campo magnético. Guiado por el subjetivísimo y épico relato de mamá Ofelia y papá Baltasar, el imberbe sentía se azotado por una suerte de ataque epiléptico. La taquicardia galopante  zumbaba sobre su pecho como un pincho incesante que impedía el tránsito normal de la respiración; señal inequívoca de una, a todas luces, emoción desbordante.  

Aquella prolongada obsesión, uniformada y salvaje, siguió mariposeando en su aparato neuronal y en su triperío de retoño inquieto, aunque de a poco fue incorporando, inevitable e insensiblemente, las evasiones de la cultura del despojo; emprendiendo el derrotero, decentísimo y timorato, hacia el rebaño de los Coca Light. Creciendo en comunidad y haciéndose Usuario. Usuario del  tren fantasma, del gusano loco, del algodón de azúcar y de los muñecos articulados. Viajando en cajas de cartón por las canteras del parque, rompiendo vidrios a pelotazo limpio y embarrando sus rodillas en lodazales como cualquier hijo de vecino.

Sin embargo, por H o por B, siempre existía un pequeñísimo acto reflejo que lo retrotraía a su idea fija. Por ejemplo una tarde escolar cuando lo tumbaron entre cinco y quisieron seguirle dando en el piso. Ninguno de los presentes imaginó que aquel adolescente enclenque con piernas de alfeñique se reincorporaría del vil ataque y sacudiría a diestra y siniestra a la patota de cobardes. Tal cual hubiese pregonado el Comandante; ojo por ojo, diente por diente.  

Eran pequeños indicios de que aquello no era una historia cerrada aunque luego volviese a clase y aprendiese tantito (ni tanto) de aritmética, gramática y piano. No se conformaba con estar a salvo del peligro, lejos del bullicio y convenientemente adaptado a los mesurados localismos. Todos y cada uno de sus movimientos eran boomerangs que cuando parecían ir para adelante volvían a retroceder al ya lejano punto de inflexión; a esa historia con ribetes inverosímiles que sus progenitores le transmitieron cuando no era más que un infante, lejos aún de convertirse en el posterior varón de barba casquivana y rudimentaria.

Y es que no había dos opciones. Desde aquel mentado día cuando supo por primera vez del mito africano algo se quebró en los adentros de Little Tony y ese algo redescubrió otro algo que lo perseguiría mientras viviese; incluso lo perseguiría cuando intentase ver a ese algo como parte insignificante de un pasado enterrado. Los liberales de su familia, quienes condenaron al ostracismo a sus padres por sediciosos, le vaticinaron infiernos dantescos por poner aquellos ojos saltones de gurí alucinado tras desayunarse de la “falacia populista”.

Al revés de perder curiosidad por la aparente falacia sus ansias de conocimientos se incrementaron independientemente de algunos esperables años de frivolidad. Tras un lustro de gozosa jarana juvenil, Little Tony volvió a golpearle la puerta a su obsesión endémica y su obsesión endémica atendió gustosa, con las piernas abiertas de par en par. Puso se el traje de investigador y comenzó a indagar toda publicación referida al hecho que, por más lejano que quedase en los trazos del mapa, había modificado los lineamientos del orden mundial para siempre. Se sumergió endemoniado en bibliotecas a puro recorte de diario viejo, recorrió cuantas librerías encontró, cafetines intelectualoides, boliches de curdas; toda guarida mal viviente donde algún solitario granuja erudito pudiese, de una manera u otra, saciar su inenarrable voracidad de saber.

Buceando como poseso entre fascículos amarillentos de historia universal, un Antonio ya entrado en la primera adultez comenzó a cuestionarlo todo con tono impiadoso; incluso halló simplificadores sus propios argumentos, hasta ayer inflexibles. Opuso, controvirtió y dudó con la única premisa de desmenuzar una vida ajena que le era propia, pretendiendo reencarnar el alter ego de un alguien que no era él. Entre cientos de trastornos obsesivos compulsivos, comandantes y balecundianos, su primera conclusión fue tan obvia como irrefutable: Isaac Mateo Martiniano despertaba amores y odios que oscurecían su verdadero ser entre telarañas dicotómicas, entre  tozudos a favor y en contra. Se tornaba indispensable encontrar pequeños resquicios de claridad entre tanta lambida de trasero y difamación gratuita. Cabía entonces desentrañar el sinfín de complejos matices que cualquier líder de masas lleva a cuestas. Para sorpresa de muchos, existían detractores acérrimos y admiradores incondicionales que coincidían en muchas definiciones del jefe blanco de alma negra.

Voluntarioso hasta el paroxismo, narcisista por naturaleza, extremo en cada una de sus cruzadas, necio convencido en la lucha frente a la empresa extranjera y en sus planes de tierra, techo y trabajo. Dueño de una fidelidad a prueba de balas con sus amigos e implacable hasta la crueldad con sus enemigos, asumiendo cada derrota como exclusivamente individual y colectivizando toda victoria por más pequeña que fuese. Hombre descreído del“voto ficticio”, el proselitismo vacío y las democracias puramente formales, en cada uno de sus discursos interminables vociferaba ante la multitud: “Los –ismos- son rimbombantes pero corrompen al ser humano, compañeros”. Debido a esta íntima convicción, consideraba su proceso revolucionario no como una “revolución socialista”, sino como una Revolución Social A Secas, sin sufijos pomposos al final de la palabra.

A medida que hurgaba en archivos, videos, gestos y eufóricas consignas la obstinación en descifrar aquel enigma gigantón con semblante arrogante se multiplicaba y el sentimiento de haberse transformado en hijo adoptivo de un paisito llamado Balecunda le quemaba la piel. Aun así, Antonio no lograba resolver enteramente el conflicto entre lo que quería creer y lo que efectivamente creía en su fuero interior.  Del modelo de sociedad digna y sublime que le relataron alguna vez sus padres quedaban retazos sueltos. Retazos trascendentes y no menores; educación universal y gratuita, salud irreprochable, vivienda asegurada, mortalidad infantil nula, científicos admirables y repartición (medianamente) igualitaria.

 Claro que las ambiciones y expectativas más allá de cierto techo lucían como pecado irredimible y eran vistas con malos ojos. De acuerdo a muchas crónicas periodísticas internacionales de  alabada reputación, los ciudadanos de a pie solo podían expresarse entre gallos y medianoches, con la imperceptible voz de quien teme la aparición del verdugo, con fundado miedo de que el vecino delator escuche tras las paredes. Cuanto más profundamente analizaba la idiosincrasia balecundiana, Mezquíades tenía menos certezas y allí estaba la magia de aquel suelo disparatado y contradictorio. Un lugar del tamaño de un alfiler, tan aislado como novelesco, tan utópico como distópico, literario e indescifrable, ideal y material. Colmado de romanticismos empedernidos y realismos despiadados.    

La innegociable soberanía, la democratización de la propiedad  y las hondísimas reformas socioeconómicas eran realidades tangibles que colisionaban de frente con un aparato estatal que emanaba torrentes de burócratas incompetentes. Más allá de incontables fallas inherentes al sistema y una notoria adicción al poder del héroe anti héroe Martiniano, nada ni nadie conseguía amainar la devoción de Antonio por aquel apellido latino que se apropió de un continente impropio, por la silueta de ese hombre de tez blanca, 2 metros de altura y 110 kilos, ese atrevido rastafari de mostachos al mejor estilo Salvador Dalí que le puso fin a un siglo y medio de conquista forastera y saqueo indiscriminado.   

Mientras en Balecunda se perpetuaba en el poder la sangre de los Martiniano, la intransferible existencia de Mezquíades volvía a perderle el rastro a su obsesión; sin alejarse de su esencia pero buscando la tan esquiva normalidad. Soltero pero nunca solo, politizado hasta el aburrimiento y chef en sus horas libres. Asalariado en un prestigioso bazar- papelería perteneciente a un matrimonio negrero, el cual potenciaba sus ganas de pudrirla. Aquel era el sitio ideal para seguir conectado a su maldita vocación de sindicalista intransigente.

Ya entrado el siglo XXI  se produjo la metamorfosis menos esperada. Aquella que solo podría explicarse debido a un repentino ataque de bipolaridad o a convertirse en uno más. Lo cierto es que Antoñito sufrió de amnesia crónica y se inmiscuyó  como roedor en el prometedor mundo del contacto estrecho. El punto de partida fue aquel consejo sabio que escuchó en uno de los tantos actos conmemorativos del Partido, charlando con uno de los pioneros en la profesión del Panqueque Vuelta y Vuelta: El que no llora no mama y el que no mama es un gil, le espetó el Negro Amexeiras mirando hacia los cuatro costados, cerciorándose que ninguno de la vieja guardia escuchase el sacrilegio de su novedoso ley motive.

De ahí en más al ya no tan Little Tony se le paralizó la fibra íntima y el apasionamiento insaciable disminuyó hasta la disfunción eréctil. No quiso saber más de inmaterialidades absurdas e incluso canceló el contrato de internet para jamás volver a caer en la tentación de la todo poderosa orbita de su absurda idealización, de una historia que no le pertenecía, de una geografía que extrañó y de la cual sintió nostalgia sin conocer.

Dos por tres, ese algo que lo redescubrió en su época de purrete veleidoso lo hacía pensar en la frase de cabecera con la que tantas veces el Comandante Isaac había enardecido a las multitudes: ““Los –ismos- son rimbombantes pero corrompen al ser humano, compañeros”. De inmediato olvidaba el lapsus y acariciando imaginariamente su espalda (ahora lampiña) se respondía con sarcasmo, “El único -ismo es el ego, compañeros”. No dudo un segundo en comer de las manos dispuestas a darle de comer, literal y metafóricamente hablando. Se liberó del lastre de su conciencia y mimetizó a rabiar con las fábulas dolarizadas que lo alejaron de sus cotidianos templos entrañables para depositarlo en el chalet de la frugalidad impersonal. 

Asumió orgulloso los sillones mullidos, enteramente satisfecho por esa exasperante medianía que llega tras la ingesta de mil narcóticos pueriles; cobrar para pagar, cenas automáticas de idénticas dietas, un perfecto collar de vaginas infieles, golf semanal y vespertino, sábados con ingesta de sustancias (permitidas y prohibidas) y el lunes, religiosamente vuelta al gym a quemar las calorías ganadas durante el ya lejano sábado de derroche. Dos noches semestrales de truco con amigos, un asado anual con compañeros de la primaria a quienes ni siquiera les recordaba la cara, un par de idas trimestrales al teatro con su concubina y alguna que otra escapadita al Este.

Ahora sí abandonaba definitivamente su status de hijo adoptivo de aquel poblado tercermundista ubicado en el culo del mundo y disfrutaba las mieles de pertenecer a un pequeño país con tradiciones afianzadas. Incorporaba en su chip remozado la misión a cumplir, aprendiendo al pie de la letra la lección de cómo proceder para adoptar la línea recta, conservarla y no desviarse; jamás nunca apartarse de dicha línea recta, ni de la separación de poderes, ni de la letra fría de la ley.

Finalmente aculturado y vencedor vencido, decidió renunció a su inmoral concubinato y procedió a jurar los santos sacramentos con la distinguida y redondísima Chef Carlota Buenaventura, junto a quien formó una nube perfecta para regodearse ante la exterioridad charlatana. Casona de tres pisos con inmenso patio, cuatro baños, dos piletas, un mega parrillero y seis autos deportivos de colección descansando en la cochera; plenamente omnipotente ante la mirada deslumbrada de la curiosa vecindad. Todo gracias a su novedoso y envidiado status de paladín de la justicia y vendedor de alarmas, combatiendo el crimen y el hampa en los barrios más pitucos de la urbe.

Si bien para llegar a tanto tuvo que lamer botas, como decía su ahora despreciado Comandante Isaac, todo lo consiguió gracias a un admirable apego a la labor que incluía la venia del Ministro del Interior, quien a cambio de alguna que otra comisión promocionaba sus sofisticados sistemas de seguridad ciudadana. Viajo por el mundo en primera clase y gozó estadías en alojamientos pipí cucú; dejó de ser un nómade errante que lanza monedas en cada esquina para convertirse en inmaculado tacaño capaz de cualquier cosa con tal de ahorrar un cobre.

La vida le sonreía de oreja a oreja al portentoso Mister Mezquíades, quien era poseído por un sueño recurrente y premonitorio de futuro linaje estanciero con miles de hectáreas en el interior del país que lo consolidaría como próspero latifundista. Pero sea en la vida, en el agro o en la literatura los sueños, sueños son y cuando todo parece en armonía basta una pequeñísima tuerca desalineada para desatar el terremoto que descalabra nuestra templanza; dicho movimiento sísmico estremeció la humanidad de Antonio  un sábado lluvioso cuando recién llegado de su prolífero negocio, tras encender la Smart Tv de 197 pulgadas, el “Zar de la Seguridad Privada” quedó atónito ante una voz que resonó en sus orejas más grave de lo normal. Era la conductora del noticiero nocturno, quien con amarillistas pormenores relataba.

“…el dueño de casa fue alertado por su eficaz alarma Mezquíadez S.A y tras darle captura al ladrón amenazándolo con un arma blanca, lo ató a una silla, torturándolo hasta la muerte, no sin antes gritarle ‘Esto no es por ser chorro, esto es por nacer lumpen.’….”Fue en ese momento cuando la piel de aquel adolescente mutilado a conciencia revivió en el cuerpo del honorable Míster Mezquíades. Súbitamente los efectos inesperados de un pequeño fragmento lo trasladaron a un origen que creía enterrado para siempre y la imagen del Comandante Isaac renació impetuosa ante su rabo de perro arrepentido.

Una ensalada inabarcable de conceptos en desuso y clichés oxidados  retumbaron en su mente tras décadas de siesta profunda: desigualdad, violencia simbólica, odio de clase. En un segundo visualizó sus últimos tiempos como una película ajena y de nefasto argumento que le depararía un final poco halagüeño. La risa franca de los viejos y los sueños de chiquilín se abalanzaron ante sus ojos avergonzados que siguieron mirando el piso, enfocados en la pesadez indescriptible del vacío. Caviló en la locuacidad del concepto progreso como mera chantada discursiva, como línea boba e indetenible que no tiene marcha atrás; se supo chanta, locuaz y bobo. Se supo un negro blanco viviendo la vida de un blanco negro.

Reparó en el embuste de la vida adulta y lloró un día entero, dos, tres, sin parar, casi hasta ahogarse en su propio llanto; pero, contra todo pronóstico, sobrevivió en aquel océano de desdicha.  Cuando se le consumió su interminable liquido lagrimal saltó de la cama como un resorte, con los ojos inyectados en sangre y partió velozmente en su Ferrari Testarosa. Sin sacar ni un segundo el pie del acelerador ni dar lugar a cavilaciones excesivas que en lugar de impulsarlo lo acobardaran, colgó en el frente de su afamada empresa un SE VENDE decidido, rotundo, grande como el jardín de su casa.

Para sostener aquel instinto arrollador y no morir de tristeza natural, pegó la vuelta a la mansión Art Deco y le pidió el divorcio a su redondísima mujer más rápido que ligero. A pesar de que Carlota respondió partiéndole un plato en la cabeza y amenazando con sacarle hasta la última propiedad él sencillamente no registró el suceso. Ni siquiera percibió la chorrera de sangre que caía de su cuero cabelludo y caminó imperturbable hacia el todo o nada como rezaban sus ateos preferidos: papa Baltazar, mamá Ofelia y el Comandante.  

En pleno 2047 percibía como una involución a tiempo podía aliviar las heridas del alma. Sobrevivió en una especie de círculo virtuoso donde avanzó a paso firme no sin antes volver atrás quince casilleros. Experimentó el viejo temblequeo del cuerpo, la piel de gallina y la taquicardia galopante de aquella primavera colmada de ideales y abstracciones; aquel algo que le provocaba el súbito y constante cosquilleo en la panza. Alejado definitivamente de los –ismos-, la conservación y desviándose del camino providencial, Antonio Mezquiadez se subió al avión, derrotó al vértigo y a la claustrofobia y un par de jornadas después arribó al aeropuerto de Balecunda vaya a saber con qué misión de solidaridad internacionalista.

Ayudado por su bastón de aluminio subió a un taxi que roncaba vejez y mirando por la ventana de aquella pieza de colección motorizada, fabricada en la vieja Europa Oriental, experimentó el proceso de aceptación. Pensó en el difunto Isaac bajado del altar que el mismo le había confeccionado y lo quiso en su andar defectuoso, con esa catarata de miserable personalismo aferrada a su chaqueta verde olivo. La imperfección rigurosa del amor verdadero lo conminaba, inmisericorde, a abandonar su idolatría de barro y el accedía gustoso.

Volvió a tomar prudencial distancia de las épicas narraciones infantiles para zambullirse in situ dentro de un complejísimo entramado. Y en cambio cuanto más pisaba aquel sitio lejano, menos sabía del mismo. Como un poema hermético y escurridizo de Rimbaud, Balecunda seguía siendo un verso misterioso. ¿Y el seguiría siendo el mismo niño crédulo? Un collar de intrigas seguiría alimentando su imbricada construcción literaria. Un castillo tenebroso y encantado que se resistía a destapar su velo fantástico más allá que ahora fuese testigo presencial.   

Desengañado, instalado y sofocado en su choza comunitaria de doce metros cuadrados…sin ventilador y sudando a mares…preso de la repentina inspiración novelesca in african way… resignado a dejar mil preguntas sin respuestas…decidido a cambiar conocimiento por emoción…el eterno Antoñito pensó que ya no quería pensar y sintió que hasta la revolución más disciplinada debería permitirse un gustito innecesario o alguna que otra bagatela superflua fuera del sacrificio y el deber. Corrió hacia el teléfono, discó con premura (en Balecunda todavía se discaba) y solicitó servicio de banda ancha con la esperanza de que la Revolución Social A Secas iniciada casi un siglo atrás, y ahora comandada por  Alejandro Javier Martiniano IV, contase con dicho bien suntuoso. Con la esperanza de alborotarse a la vieja usanza gracias a la legendaria plataforma digital de origen norteamericano  o, en su defecto, a otra aplicación más acompasada a la actualidad.

Seguro habría mucho por hacer con las manos y la mente, con la práctica y la teoría, con la razón y la pasión en tierras balecundianas pero antes de tan indispensable accionar utilitario y de emprender su vanidosa odisea, tan ajena como propia, sería impostergable posar sus ojos una vez más en el monitor, aguzar el oído y agitar el espíritu juguetón del poeta militante que vuelve a visualizar el punto de partida; enjugando sus ojos en lágrimas, volviendo a anhelar lo inalcanzable. Desempolvando la memoria para reaprender el oficio de joven eterno. Concentrando sus cinco sentidos en la oratoria inflamada y la figura esbeltamente autoritaria del Comandante Isaac; y de paso cañazo, rendirle homenaje al Little Tony que alguna vez traicionó.

 

 

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