ENSOÑACIONES DESDE EL CULO DEL MUNDO
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¿Si
desde siempre habitó un país donde los méritos supremos radicaban en adoptar la línea recta, conservarla y no
desviarse de la misma porque se venía a fijar en un pequeñísimo poblado
africano al otro lado del mundo donde todo nacía al revés, se desarrollaba
oscilante y moría definitivamente torcido? Fuese lo que fuese, desde pequeñito iba
y venía con el dedo índice, dale que te dale al botón izquierdo, rebobinando
consignas, registrando proclamas al viento ante multitudes fervorosas,
comiéndose con la retina el flamear de las banderas, el verde amarronado de los
pastizales en los gigantescos descampados, emulando a capela el vitoreo de
niños mulatos con pies descalzos.
La
génesis de este extraño sentido de pertenencia provenía de larga data. Antoñito
se había dado de bruces con la historia de la Revolución Balecundiana gracias a
sus exaltadísimos padres cuando todavía se meaba encima. De forma incipiente y
progresiva notaba, a pesar de su tierna edad, que al interiorizar los cuentos
nocturnos del Caballo sin Jinete (en
vez del Gato con Botas o Pulgarcito) sus pies repiqueteaban ansiosos contra el
piso laminado y los poros se le electrizaban como preso de un campo magnético. Guiado
por el subjetivísimo y épico relato de mamá Ofelia y papá Baltasar, el imberbe
sentía se azotado por una suerte de ataque epiléptico. La taquicardia galopante
zumbaba sobre su pecho como un pincho
incesante que impedía el tránsito normal de la respiración; señal inequívoca de
una, a todas luces, emoción desbordante.
Aquella
prolongada obsesión, uniformada y salvaje, siguió mariposeando en su aparato
neuronal y en su triperío de retoño inquieto, aunque de a poco fue incorporando,
inevitable e insensiblemente, las evasiones de la cultura del despojo;
emprendiendo el derrotero, decentísimo y timorato, hacia el rebaño de los Coca
Light. Creciendo en comunidad y haciéndose Usuario. Usuario del tren fantasma, del gusano loco, del algodón de
azúcar y de los muñecos articulados. Viajando en cajas de cartón por las
canteras del parque, rompiendo vidrios a pelotazo limpio y embarrando sus
rodillas en lodazales como cualquier hijo de vecino.
Sin
embargo, por H o por B, siempre existía un pequeñísimo acto reflejo que lo
retrotraía a su idea fija. Por ejemplo una tarde escolar cuando lo tumbaron
entre cinco y quisieron seguirle dando en el piso. Ninguno de los presentes
imaginó que aquel adolescente enclenque con piernas de alfeñique se
reincorporaría del vil ataque y sacudiría a diestra y siniestra a la patota de
cobardes. Tal cual hubiese pregonado el Comandante; ojo por ojo, diente por
diente.
Eran
pequeños indicios de que aquello no era una historia cerrada aunque luego
volviese a clase y aprendiese tantito (ni tanto) de aritmética, gramática y
piano. No se conformaba con estar a salvo del peligro, lejos del bullicio y convenientemente
adaptado a los mesurados localismos. Todos y cada uno de sus movimientos eran
boomerangs que cuando parecían ir para adelante volvían a retroceder al ya
lejano punto de inflexión; a esa historia con ribetes inverosímiles que sus progenitores
le transmitieron cuando no era más que un infante, lejos aún de convertirse en
el posterior varón de barba casquivana y rudimentaria.
Y es
que no había dos opciones. Desde aquel mentado día cuando supo por primera vez
del mito africano algo se quebró en
los adentros de Little Tony y ese algo redescubrió otro algo que lo perseguiría mientras
viviese; incluso lo perseguiría cuando intentase ver a ese algo como parte insignificante de un pasado enterrado. Los
liberales de su familia, quienes condenaron al ostracismo a sus padres por
sediciosos, le vaticinaron infiernos dantescos por poner aquellos ojos saltones
de gurí alucinado tras desayunarse de la
“falacia populista”.
Al revés
de perder curiosidad por la aparente falacia sus ansias de conocimientos se
incrementaron independientemente de algunos esperables años de frivolidad. Tras
un lustro de gozosa jarana juvenil, Little
Tony volvió a golpearle la puerta a su obsesión endémica y su obsesión
endémica atendió gustosa, con las piernas abiertas de par en par. Puso se el traje
de investigador y comenzó a indagar toda publicación referida al hecho que, por
más lejano que quedase en los trazos del mapa, había modificado los
lineamientos del orden mundial para siempre. Se sumergió endemoniado en
bibliotecas a puro recorte de diario viejo, recorrió cuantas librerías
encontró, cafetines intelectualoides, boliches de curdas; toda guarida mal
viviente donde algún solitario granuja erudito pudiese, de una manera u otra, saciar
su inenarrable voracidad de saber.
Buceando
como poseso entre fascículos amarillentos de historia universal, un Antonio ya
entrado en la primera adultez comenzó a cuestionarlo todo con tono impiadoso;
incluso halló simplificadores sus propios argumentos, hasta ayer inflexibles.
Opuso, controvirtió y dudó con la única premisa de desmenuzar una vida ajena
que le era propia, pretendiendo reencarnar el alter ego de un alguien que no
era él. Entre cientos de trastornos obsesivos compulsivos, comandantes y
balecundianos, su primera conclusión fue tan obvia como irrefutable: Isaac
Mateo Martiniano despertaba amores y odios que oscurecían su verdadero ser
entre telarañas dicotómicas, entre tozudos a
favor y en contra. Se tornaba indispensable
encontrar pequeños resquicios de claridad entre tanta lambida de trasero y
difamación gratuita. Cabía entonces desentrañar el sinfín de complejos matices
que cualquier líder de masas lleva a cuestas. Para sorpresa de muchos, existían
detractores acérrimos y admiradores incondicionales que coincidían en muchas
definiciones del jefe blanco de alma negra.
Voluntarioso
hasta el paroxismo, narcisista por naturaleza, extremo en cada una de sus
cruzadas, necio convencido en la lucha frente a la empresa extranjera y en sus
planes de tierra, techo y trabajo. Dueño de una fidelidad a prueba de balas con
sus amigos e implacable hasta la crueldad con sus enemigos, asumiendo cada
derrota como exclusivamente individual y colectivizando toda victoria por más
pequeña que fuese. Hombre descreído del“voto ficticio”, el proselitismo vacío y
las democracias puramente formales, en cada uno de sus discursos interminables
vociferaba ante la multitud: “Los –ismos- son rimbombantes pero corrompen al
ser humano, compañeros”. Debido a esta íntima convicción, consideraba su proceso
revolucionario no como una “revolución socialista”, sino como una Revolución Social A Secas, sin sufijos
pomposos al final de la palabra.
A
medida que hurgaba en archivos, videos, gestos y eufóricas consignas la
obstinación en descifrar aquel enigma gigantón con semblante arrogante se
multiplicaba y el sentimiento de haberse transformado en hijo adoptivo de un
paisito llamado Balecunda le quemaba la piel. Aun así, Antonio no lograba
resolver enteramente el conflicto entre lo que quería creer y lo que efectivamente
creía en su fuero interior. Del modelo
de sociedad digna y sublime que le relataron alguna vez sus padres quedaban retazos
sueltos. Retazos trascendentes y no menores; educación universal y gratuita,
salud irreprochable, vivienda asegurada, mortalidad infantil nula, científicos
admirables y repartición (medianamente) igualitaria.
Claro que las ambiciones y expectativas más
allá de cierto techo lucían como pecado irredimible y eran vistas con malos
ojos. De acuerdo a muchas crónicas periodísticas internacionales de alabada reputación, los ciudadanos de a pie
solo podían expresarse entre gallos y medianoches, con la imperceptible voz de
quien teme la aparición del verdugo, con fundado miedo de que el vecino delator
escuche tras las paredes. Cuanto más profundamente analizaba la idiosincrasia
balecundiana, Mezquíades tenía menos certezas y allí estaba la magia de aquel
suelo disparatado y contradictorio. Un lugar del tamaño de un alfiler, tan
aislado como novelesco, tan utópico como distópico, literario e indescifrable,
ideal y material. Colmado de romanticismos empedernidos y realismos despiadados.
La
innegociable soberanía, la democratización de la propiedad y las hondísimas reformas socioeconómicas eran
realidades tangibles que colisionaban de frente con un aparato estatal que
emanaba torrentes de burócratas incompetentes. Más allá de incontables fallas
inherentes al sistema y una notoria adicción al poder del héroe anti héroe Martiniano, nada ni nadie conseguía amainar la
devoción de Antonio por aquel apellido latino que se apropió de un continente
impropio, por la silueta de ese hombre de tez blanca, 2 metros de altura y 110
kilos, ese atrevido rastafari de mostachos al mejor estilo Salvador Dalí que le
puso fin a un siglo y medio de conquista forastera y saqueo indiscriminado.
Mientras
en Balecunda se perpetuaba en el poder la sangre de los Martiniano, la
intransferible existencia de Mezquíades volvía a perderle el rastro a su
obsesión; sin alejarse de su esencia pero buscando la tan esquiva normalidad. Soltero pero nunca solo,
politizado hasta el aburrimiento y chef en sus horas libres. Asalariado en un
prestigioso bazar- papelería perteneciente a un matrimonio negrero, el cual
potenciaba sus ganas de pudrirla. Aquel era el sitio ideal para seguir
conectado a su maldita vocación de sindicalista intransigente.
Ya
entrado el siglo XXI se produjo la
metamorfosis menos esperada. Aquella que solo podría explicarse debido a un
repentino ataque de bipolaridad o a convertirse en uno más. Lo cierto es que Antoñito
sufrió de amnesia crónica y se inmiscuyó como roedor en el prometedor mundo del
contacto estrecho. El punto de partida fue aquel consejo sabio que escuchó en
uno de los tantos actos conmemorativos del Partido, charlando con uno de los
pioneros en la profesión del Panqueque Vuelta y Vuelta: El que no llora no mama y el que no mama es un gil, le espetó el
Negro Amexeiras mirando hacia los cuatro costados, cerciorándose que ninguno de
la vieja guardia escuchase el sacrilegio de su novedoso ley motive.
De ahí
en más al ya no tan Little Tony se le
paralizó la fibra íntima y el apasionamiento insaciable disminuyó hasta la
disfunción eréctil. No quiso saber más de inmaterialidades absurdas e incluso
canceló el contrato de internet para jamás volver a caer en la tentación de la
todo poderosa orbita de su absurda idealización, de una historia que no le
pertenecía, de una geografía que extrañó y de la cual sintió nostalgia sin
conocer.
Dos
por tres, ese algo que lo redescubrió
en su época de purrete veleidoso lo hacía pensar en la frase de cabecera con la
que tantas veces el Comandante Isaac había enardecido a las multitudes: ““Los –ismos- son rimbombantes pero corrompen
al ser humano, compañeros”. De inmediato olvidaba el lapsus y acariciando
imaginariamente su espalda (ahora lampiña) se respondía con sarcasmo, “El único
-ismo es el ego, compañeros”. No dudo un segundo en comer de las manos
dispuestas a darle de comer, literal y metafóricamente hablando. Se liberó del
lastre de su conciencia y mimetizó a rabiar con las fábulas dolarizadas que lo
alejaron de sus cotidianos templos entrañables para depositarlo en el chalet de
la frugalidad impersonal.
Asumió
orgulloso los sillones mullidos, enteramente satisfecho por esa exasperante
medianía que llega tras la ingesta de mil narcóticos pueriles; cobrar para
pagar, cenas automáticas de idénticas dietas, un perfecto collar de vaginas infieles,
golf semanal y vespertino, sábados con ingesta de sustancias (permitidas y
prohibidas) y el lunes, religiosamente vuelta al gym a quemar las calorías
ganadas durante el ya lejano sábado de derroche. Dos noches semestrales de
truco con amigos, un asado anual con compañeros de la primaria a quienes ni
siquiera les recordaba la cara, un par de idas trimestrales al teatro con su
concubina y alguna que otra escapadita al Este.
Ahora
sí abandonaba definitivamente su status de hijo adoptivo de aquel poblado
tercermundista ubicado en el culo del mundo y disfrutaba las mieles de
pertenecer a un pequeño país con tradiciones afianzadas. Incorporaba en su chip
remozado la misión a cumplir, aprendiendo al pie de la letra la lección de cómo
proceder para adoptar la línea recta,
conservarla y no desviarse; jamás nunca apartarse de dicha línea recta, ni
de la separación de poderes, ni de la letra fría de la ley.
Finalmente
aculturado y vencedor vencido, decidió renunció a su inmoral concubinato y procedió a jurar los santos
sacramentos con la distinguida y redondísima Chef Carlota Buenaventura, junto a
quien formó una nube perfecta para regodearse ante la exterioridad charlatana.
Casona de tres pisos con inmenso patio, cuatro baños, dos piletas, un mega
parrillero y seis autos deportivos de colección descansando en la cochera;
plenamente omnipotente ante la mirada deslumbrada de la curiosa vecindad. Todo
gracias a su novedoso y envidiado status de paladín de la justicia y vendedor
de alarmas, combatiendo el crimen y el hampa en los barrios más pitucos de la
urbe.
Si
bien para llegar a tanto tuvo que lamer
botas, como decía su ahora despreciado Comandante Isaac, todo lo consiguió
gracias a un admirable apego a la labor que incluía la venia del Ministro del
Interior, quien a cambio de alguna que otra comisión promocionaba sus sofisticados
sistemas de seguridad ciudadana. Viajo por el mundo en primera clase y gozó
estadías en alojamientos pipí cucú; dejó de ser un nómade errante que lanza
monedas en cada esquina para convertirse en inmaculado tacaño capaz de
cualquier cosa con tal de ahorrar un cobre.
La
vida le sonreía de oreja a oreja al portentoso Mister Mezquíades, quien era
poseído por un sueño recurrente y premonitorio de futuro linaje estanciero con
miles de hectáreas en el interior del país que lo consolidaría como próspero
latifundista. Pero sea en la vida, en el agro o en la literatura los sueños, sueños son y cuando todo parece en armonía basta una pequeñísima tuerca
desalineada para desatar el terremoto que descalabra nuestra templanza; dicho
movimiento sísmico estremeció la humanidad de Antonio un sábado lluvioso cuando recién llegado de su
prolífero negocio, tras encender la Smart Tv de 197 pulgadas, el “Zar de la
Seguridad Privada” quedó atónito ante una voz que resonó en sus orejas más
grave de lo normal. Era la conductora del noticiero nocturno, quien con
amarillistas pormenores relataba.
“…el dueño de casa fue alertado por su eficaz alarma Mezquíadez
S.A y tras darle captura al ladrón amenazándolo con un arma blanca, lo ató a
una silla, torturándolo hasta la muerte, no sin antes gritarle ‘Esto no es por
ser chorro, esto es por nacer lumpen.’….”Fue en
ese momento cuando la piel de aquel adolescente mutilado a conciencia revivió
en el cuerpo del honorable Míster Mezquíades. Súbitamente los efectos inesperados
de un pequeño fragmento lo trasladaron a un origen que creía enterrado para
siempre y la imagen del Comandante Isaac renació impetuosa ante su rabo de
perro arrepentido.
Una ensalada
inabarcable de conceptos en desuso y clichés oxidados retumbaron en su mente tras décadas de siesta
profunda: desigualdad, violencia simbólica, odio de clase. En un segundo
visualizó sus últimos tiempos como una película ajena y de nefasto argumento
que le depararía un final poco halagüeño. La risa franca de los viejos y los
sueños de chiquilín se abalanzaron ante sus ojos avergonzados que siguieron
mirando el piso, enfocados en la pesadez indescriptible del vacío. Caviló en la
locuacidad del concepto progreso como
mera chantada discursiva, como línea boba e indetenible que no tiene marcha
atrás; se supo chanta, locuaz y bobo. Se supo un negro blanco viviendo la vida
de un blanco negro.
Reparó
en el embuste de la vida adulta y lloró un día entero, dos, tres, sin parar,
casi hasta ahogarse en su propio llanto; pero, contra todo pronóstico, sobrevivió
en aquel océano de desdicha. Cuando se
le consumió su interminable liquido lagrimal saltó de la cama como un resorte,
con los ojos inyectados en sangre y partió velozmente en su Ferrari Testarosa.
Sin sacar ni un segundo el pie del acelerador ni dar lugar a cavilaciones
excesivas que en lugar de impulsarlo lo acobardaran, colgó en el frente de su
afamada empresa un SE VENDE decidido, rotundo, grande como el jardín de su casa.
Para
sostener aquel instinto arrollador y no morir de tristeza natural, pegó la
vuelta a la mansión Art Deco y le pidió el divorcio a su redondísima mujer más
rápido que ligero. A pesar de que Carlota respondió partiéndole un plato en la
cabeza y amenazando con sacarle hasta la última propiedad él sencillamente no
registró el suceso. Ni siquiera percibió la chorrera de sangre que caía de su cuero
cabelludo y caminó imperturbable hacia el
todo o nada como rezaban sus ateos preferidos: papa Baltazar, mamá Ofelia y
el Comandante.
En
pleno 2047 percibía como una involución a tiempo podía aliviar las heridas del
alma. Sobrevivió en una especie de círculo virtuoso donde avanzó a paso firme
no sin antes volver atrás quince casilleros. Experimentó el viejo temblequeo
del cuerpo, la piel de gallina y la taquicardia galopante de aquella primavera
colmada de ideales y abstracciones; aquel algo
que le provocaba el súbito y constante cosquilleo en la panza. Alejado
definitivamente de los –ismos-, la conservación y desviándose del camino
providencial, Antonio Mezquiadez se subió al avión, derrotó al vértigo y a la
claustrofobia y un par de jornadas después arribó al aeropuerto de Balecunda
vaya a saber con qué misión de solidaridad internacionalista.
Ayudado
por su bastón de aluminio subió a un taxi que roncaba vejez y mirando por la
ventana de aquella pieza de colección motorizada, fabricada en la vieja Europa
Oriental, experimentó el proceso de aceptación. Pensó en el difunto Isaac
bajado del altar que el mismo le había confeccionado y lo quiso en su andar
defectuoso, con esa catarata de miserable personalismo aferrada a su chaqueta
verde olivo. La imperfección rigurosa del amor verdadero lo conminaba, inmisericorde,
a abandonar su idolatría de barro y el accedía gustoso.
Volvió
a tomar prudencial distancia de las épicas narraciones infantiles para
zambullirse in situ dentro de un
complejísimo entramado. Y en cambio cuanto más pisaba aquel sitio lejano, menos
sabía del mismo. Como un poema hermético y escurridizo de Rimbaud, Balecunda
seguía siendo un verso misterioso. ¿Y el seguiría siendo el mismo niño crédulo?
Un collar de intrigas seguiría alimentando su imbricada construcción literaria.
Un castillo tenebroso y encantado que se resistía a destapar su velo fantástico
más allá que ahora fuese testigo presencial.
Desengañado,
instalado y sofocado en su choza comunitaria de doce metros cuadrados…sin
ventilador y sudando a mares…preso de la repentina inspiración novelesca in african way… resignado a dejar mil
preguntas sin respuestas…decidido a cambiar conocimiento por emoción…el eterno
Antoñito pensó que ya no quería pensar y sintió que hasta la revolución más
disciplinada debería permitirse un gustito innecesario o alguna que otra
bagatela superflua fuera del sacrificio y el deber. Corrió hacia el teléfono,
discó con premura (en Balecunda todavía se discaba) y solicitó servicio de
banda ancha con la esperanza de que la Revolución Social A Secas iniciada casi
un siglo atrás, y ahora comandada por
Alejandro Javier Martiniano IV, contase con dicho bien suntuoso. Con la
esperanza de alborotarse a la vieja usanza gracias a la legendaria plataforma
digital de origen norteamericano o, en
su defecto, a otra aplicación más acompasada a la actualidad.
Seguro
habría mucho por hacer con las manos y la mente, con la práctica y la teoría,
con la razón y la pasión en tierras balecundianas pero antes de tan
indispensable accionar utilitario y de emprender su vanidosa odisea, tan ajena
como propia, sería impostergable posar sus ojos una vez más en el monitor,
aguzar el oído y agitar el espíritu juguetón del poeta militante que vuelve a
visualizar el punto de partida; enjugando sus ojos en lágrimas, volviendo a
anhelar lo inalcanzable. Desempolvando la memoria para reaprender el oficio de
joven eterno. Concentrando sus cinco sentidos en la oratoria inflamada y la
figura esbeltamente autoritaria del Comandante Isaac; y de paso cañazo, rendirle
homenaje al Little Tony que alguna
vez traicionó.
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