HISTORIAS



 La boludez somete a Gaspar. Crédulo. Iluso. Intranquilo por lo que vendrá. Similar a la quinceañera que hace su aparición ante la melodía del vals o al compadrito que en breve se transformará en compadre. Adrián, compañero de ruta y de elixir prohibido, le estampa su mirada cómplice. El hombre con nombre de rey mago agacha la cabeza, como resignado ante los nervios que agobian y reflejan la unicidad, la significancia, la vitalidad de aquel momento. Sus piernas pegan contra el respaldo de la silla gastada. Manos sudorosas, dedos repiqueteando contra el mostrador. Desfilan todas, una por una. Y al final llega ella. Ojos desencajados, llenos de lujuria, recorren con minuciosidad, tierna y perversa, las facciones del rostro tan esperado. Del cuerpo tan codiciado. Silvana sonríe y sigue de largo. Plena de interés e indiferencia. De fingidos deseos. Adrián brama por la cerveza helada. Gaspar sucumbe ante la evidencia irrefutable de su cuerpo temblando ante esos dos lagos celestes que lo encandilan cuando apuntan. Ojos cristalinos como mar del Cabo Polonio. Voz dulce, suave, entradora. Senos armónicos, de tamaño considerable sin caer en excesos. Pollerita ultracorta que deja ver dos nalgas de ensueño. Petisa, como siempre le gustaron. Tacos de unos cuantos centímetros que disimulan la pequeñez innata. Compadrita, con carácter; de aquellas que no se dejan llevar por delante así nomás. Coraza de mujer dura, de negocios, que intenta ocultar una sensibilidad de por si inocultable.

Transcurre la noche sin prisa pero sin pausa. Sin embargo, él todavía no quiere subir. Recuerda cuando era chico y comía huevos fritos; mojar el pancito en la yema para el final, Lo mejor para el final. Aunque después, con la sobredosis de alcohol, termine resultando peor para la estúpida autoestima del “macho”. Ella sigue atendiendo clientes que también ceden ante el instinto irrefrenable. Gaspar se muerde los labios hasta que, finalmente, sangran. Siente como si una puñalada le taladrara el pecho, percibe que la herida se agranda a cada instante. Maldice por lo bajo, mientras los celos lo consumen. Adrián le hace un chiste malo, de aquellos que intentan cambiar de tema y solo incrementan el estado de ira. La risa sonante pretende disimular la tristeza que ahonda y, obviamente, fracasa en el intento.

Su miembro entumecido le grita que es la hora. Sube la escalera y, al pasar, le avisan “cuarto 3”. La fascinación de esa belleza, tan efímera como perdurable, lo atrapa. La habitación, ella y él. Cualquier cosa daría Gaspar por detener las porfiadas agujas del reloj. Dedos que se entrelazan. Cuerpos que se rozan, se chocan, se funden entre las sábanas. Corazones que laten y almas que lloran en silencio. Rica. Disfrutable. Adictiva, piensa Gaspar a pesar de no poder llegar al éxtasis. Quizá por la excesiva ingesta de bebidas alcohólicas. Tal vez la frustración de tenerla en mercancía y saber que nunca será suya como mujer. Treinta minutos que parecen solo una exhalación. La abraza. Ella se deja envolver entre los hombros anchos, los brazos  robustos y permanece inmóvil. Como si quisiese eternizar el presente y escapar del futuro inmediato, aunque también mediato. Gaspar abona la cuota de Amor Semanal con tres billetes arrugados, de esos que reflejan noche de copas. Cierra la puerta del cuarto y vuelve a descender esa escalera, con menos ganas que nunca.

Una nueva cerveza intenta atenuar el gigantesco vacío que retorna sin contemplaciones. Se pregunta porque siempre el camino más difícil. La utopía. El imposible. Una fuerza externa lo empuja a seguir dándose la cabeza contra la pared, a no escarmentar, a negar al aprendizaje forzado que te brindan las circunstancias de la cotidianeidad. Terco. Obstinado. Como peleándose contra la fuerza de la gravedad. El “Vámonos que toy muerto” de Adrián lo saca, tan solo fugazmente, del paseo existencial por el cual transita. Llega a la casa preso de una borrachera que lo desnuda. Sentimientos exacerbados. Enciende el equipo de música. Las melodías de Lennon brotan suaves de los sofisticados parlantes, enciende un cigarrillo y una lágrima le atraviesa la mejilla. Siente que la vorágine es imparable. Los ojos, rojos y brillosos, expulsan gotas a borbotones. Angustia a flor de piel, imposible de reprimir. Son las 5. Ya se perciben los primeros atisbos de amanecer. Los sueños nocturnos empiezan a despedirse y dan paso a la cruel realidad del día, que espera agazapada. No tiene más lágrimas. El cuerpo pesa y el cansancio  vence. Llega al cuarto. Se quita los zapatos, para luego desplomarse en la enorme cama de dos plazas como si fuese una bolsa de papas. No se detiene siquiera un instante en la silueta de su esposa, quien simula sueño reparador. Cierra los ojos y se alista para la hipocresía cotidiana, sustentada en 6 años de hermosos recuerdos y 5 de conflictos imposibles de asumir.  A pesar de que sus pensamientos y lo más puro de su ser hayan quedado varados en aquel tugurio de mala muerte, donde Silvana seguirá intentando cerrar heridas que nunca cierran.

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