LA TRINCHERA DE LOS DALTÓNICOS
Era una trinchera imaginaria, un ejército de armas inmateriales; sin estrategias automatizadas, ni héroes míticos. Los daltónicos agitaban brazos espigados, meneaban sus desproporcionadas caderas, sacudían los vientres peludos; desafiantes ante dictados rígidamente verosímiles que provenían de la urbe humeante. Observaban desde afuera los contornos de la jaula solidificándose, impenetrables y herméticos, pero ellos batían palmas a rabiar, sin importarles la facha. La realidad les parecía irreal. El gris era fosforescente. Los dominantes eran sumisos. Servilletas encelo, ávidas de biromes desnudas y metáforas ambivalentes, merodeaban los mostradores de boliches y cafetines. Flores insubordinadas del otoño; hombres escuchando, mujeres gritando, animales escapando. Avanzaban los inadaptados sembrando pánico en la masa. Facultades hechas con paredes descascaradas. Escenarios bipolares. Lienzos ciclotímicos. Pichis desalienados guitarreando pedazos rotos de ilusiones en los estrechos pasillos de los ómnibus. Sujetos activos transgrediendo desde la sutileza, la tosquedad, la gracia, lo grotesco, el ser visceral. En el aire se respiraban puntos de vista singulares, cuasi exóticos para la “normalidad” de la sofisticación rival, anonadada ante la perturbación de los daltónicos, que decían sin decir. Escupían sin escupir, disparaban sin disparar. Refranes, insinuaciones, ironías; machacando y machacando contra objetos inanimados, involucrando a los semejantes en la aventura universal. Se los tildaba de anarquistas sin plan; carecían de hilos conductores, organizaciones mínimas, reduccionismos necesarios. Clamaban desde las luces y desde las sombras la deconstrucción del sentido común; haciendo y deshaciendo a diestra y siniestra. A veces se los veía, otras eran imperceptibles a los ojos de la opinión pública. Nunca abandonaban la posibilidad de lo subjetivo. Trinaban ante las diferencias, pero minutos después discurrían con tono pasmado. Se peleaban a los besos y a los abrazos; atesorando los goces amargos que emanaban del arco iris y el atardecer. La parva de herejes trató de despojarse de la pasión, pero el intento fue en vano. Quizá ese fue el motivo por el cual decidieron tirarse al mar aunque fuese invierno y la temperatura marcase bajo cero. Aquella bandera roja alertaba de la corriente embravecida, pero los daltónicos nadaron a brazo partido, contra viento y marea, en pos de exorcizar las almas. Los diarios han informado que el paradero de los forajidos en cuestión aún es incierto. Muchos aseguran que ya no están entre nosotros, tras dejarse arrastrar por el océano. Otros dicen haberlos visto deambular por los empedrados de la ciudad, pasados de copas y muertos de risa, a costillas de escépticos con gesto adusto.