DESCONECTADOS



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          Subí corriendo las escaleras que desembocaban en la terraza pero no logré escapar del paisaje anterior. Una decena de cabezas gachas, los dedos repiqueteando temblorosos, vertiginosos, presos de una premura fingida. Decidí hablar otra vez, al igual que en la sala y en el living comedor donde todos fumaban, aunque el resultado final no varió y solo las paredes fueron las destinatarias de mi mensaje No Enviado. Intenté con Joaquín, después le tocó el turno a Sarita y para finalizar hice el correspondiente tanteo con Rodri; ninguno de los tres siquiera se inmutó ante mi reclamo de niño iluso. Al principio fue en voz baja, luego ya un poco menos civilizado el volumen de mi gruesa tonada comenzó a elevarse y finalmente solté el mejor alarido de tenor frustrado, desesperado ante la falta de reacción de mis semejantes; sin embargo, el atronador sonido del silencio, ya ultra conocido aquella noche, persistió.

Las frentes cada vez más direccionadas hacia el piso , cientos de pupilas incrustadas en la nada misma, en perpetuo estado de hipnosis ante el brillo de lo artificial, aterradas ante el peligro inminente de la humanidad llamando; mientras, yo detenido e incomunicado como cualquier recluso en el Penal de Libertad, similar a un tonto de capirote, esperando algún subnormal de su calaña que venga a rescatarlo del calvario. Recorrí el laberinto una y otra vez, obstinado en que aquella línea recta se desvíe siquiera un milímetro y compruebe que aún respiramos mediante alguna mirada cómplice o una diatriba incendiaria de la enunciación de un vocablo o monosílabo, proveniente de un planeta exótico. Consciente del estrepitoso fracaso, mi limitada paciencia se agotó y los párpados se me cayeron en visible señal de derrota. Expulsé una larga bocanada de aire viciado y me despedí de todos; obviamente sin recibir ninguna devolución, ni siquiera un “chau” de compromiso.

          Transitando las veredas rotas de regreso a casa, pensé en todos esos ojos saltones abstraídos del mundo; enseguida visualicé aquellos lejanos gurises del Tercero B, sobrevolando lo meramente terrenal entre travesura y travesura; esa era en definitiva la excusa que nos juntaba todos los benditos meses de julio, año a año, sin excepción. Viajando a velocidad relámpago por los sinuosos túneles del tiempo, pude situarme en nuestra inocencia aún latente, en la fluidez de las manos entrelazadas con la primera novia, en la rayuela, en la pelota atentando contra los vidrios del patio, incluso en alguna que otra trompada revoleada por los aires. Finalizados los imperecederos segundos de añoranzas, mi espíritu, resuelto e inquebrantable como nunca antes frenó en seco. Apagué mi celular del año X Antes de Cristo, no sin antes borrar cada contacto de la escuela primaria. Abandoné la idea de la vuelta a casa y caminé sin rumbo cierto; decidido a desechar el implacable veredicto de los apóstoles de la posmodernidad.   

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