PASEANDO POR MONTMARTRE



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           Abrazado a la barra de aquel rústico bar, Federico sacudía la copita de cristal, una y otra vez, tal vez buscando el elixir donde la creatividad y el frescor de la primavera se fundieran en un inagotable planeta de imágenes que lo trasladasen a su Granada natal; dichas imágenes devenían en palabra devastadora, para sí mismo y para el mundo. Posadas un sinfín de miradas curiosas en la Torre Eiffel y los Campos Elíseos. Absortos los lugares comunes ante lo avasallante de vientos arremolinados haciendo tambalear cimientos milenarios. Desde el atelier asomaban las curvas de un bigote exquisito, carente de corduras, repleto de fulgores. “Te buscan Salvador”, anunciaban los amigos tras las descascaradas paredes del zaparrastroso mono ambiente y él mandaba a callar a todos, preso de su locura siempre latente, inmerso en los frenéticos lagos de la inspiración, indispuesto para cualquier otra cosa que se alejase de la brillantez ocasional y el descaro a vuelo de pájaro. Actores y literatos alcoholizados reían desde la cima de la colina, percibiendo la pequeñez de lo mundano, la vorágine de Paris en el andar de los transeúntes hechos hormigas viajeras; burlaban se del apego a la moral, la sobriedad del oficinista cabrón y la paleta de colores apagados que emanaban desde el llano. Entre lienzos y poemas de servilleta, fluorescentes aparecían los atardeceres en el barrio de la bohemia con olor a estrellas. Soles de noche, lunas de día ¡Ahí está Bretón! Siempre en la primera fila, horrorizando al pseudo transgresor de pacotilla,, bailando en ese delgadísimo hilo, sin vértigo ante la posible caída al vacío, dispuesto a redescubrirse a cada vuelta de reloj, desafiando sin pudor a las solemnes páginas de la intelectualidad. Pasan escritores, filósofos, músicos y pecadores frente a las puertas giratorias de sus ojos cerrados pero abiertos…

             Alguien le golpeó el codo. Aún apoyado en la barra, Milton resbaló y rebotó contra el piso; como si una bolsa llena de ladrillos cayese de un séptimo piso. Cuando se levantó, miró hacia todos lados, aún desconcertado, tratando de identificar a las personas que habitaban aquel tugurio hediondo junto a él, todavía atrapado por las empalagosas alucinaciones de un inconsciente ebrio. No estaba en la cuna surrealista, ni disfrutaba de cerca las mieles de García Lorca o Dalí, sino que respiraba como propio el olor a pescado podrido proveniente del Puerto de Montevideo. Guió se por el instinto,  saliendo del bar con pasos mareados y en menos de lo que canta un gallo llegó a la mugrosa pensión ubicada en la esquina de la calle Ciudadela y La Rambla. Ingresó al ínfimo sucucho, abrió la ventana y sintió, por primera vez la voracidad de sus ojos hundidos, detenidos fijamente en la imagen de la Ciudad Vieja, como si se tratase de una postal que se despliega ante un nuevo ser; silenciosa y bullanguera al mismo tiempo. Triste y alegre, Antigua y moderna. Dentro de él fluyeron sensaciones antagónicas; ya nada dependía del mundo exterior, ni de las fronteras imaginarias; sino de la individualidad intransferible, profundidades inabarcables y esta amplitud que él mismo empezó a percibir en las arrugas de su frente. Como nunca antes, puede sentir en sus fibras más intimas el poder sin límites de su pincel ignorando cuadros de situación, riendo con desdén de los tiempos y los espacios, sometido únicamente al encarnizado deseo de un impulso motor perdido en sus entrañas. 

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