LOBOS CORTESES

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               Pedro se rasca los cuatro pelos locos que aún sobreviven en su sesera maltrecha. Lleva más de tres décadas vendiendo sándwiches de bondiola y chorizo en un bolichito de San Telmo, de esos que no llegan al 2x2 y se meten como una daga en el corazón de cualquier vecino medianamente bien nacido; mini heladera, puerta destartalada, mostrador diminuto y un baño decadente pero higiénico. Siempre poniéndole al mal tiempo buena cara  más allá que cada mes parezca una década, a pesar de las bocinas resonando en una calle cortada o de ese peatón cabizbajo despojado de sueños. Independientemente de una cortesía engañosa exhibida por buitres codiciosos, quienes lo siguen de cerca, apuntándole a la yugular desde las sombras. Buitres simulando compasión; lo acarician con la mano izquierda y prometen auxiliarlo hasta el final, aunque sigilosamente preparan el zarpazo con la diestra. Pedro, crédulo y lleno de bonhomía, acepta que todo es cuestión de fe, voluntad y reinvención; buscarle a lo malo el costado bueno y convencerse que el que quiere puede en esta época de globos humeantes, exaltadores del poder individual ajeno al colectivo. La boleta de luz indica 50.000, suma la mercadería, el bruto, el líquido y la mar en coche pero las cuentas no cierran. Como preso de un automatismo que no repara en la circunstancia despiadada repite ante el espejo que su obligación es sacrificarse por reyes petroleros y señores feudales de la soja; Dios, la Patria y el Mercado así lo demandan. Ministros prolijamente trajeados prometen a viva voz que los pequeños comerciantes serán los beneficiarios del futuro y él suelta una bocanada de aire fresco, confiante ante el magnetismo de esa pantalla que lo seda, manteniéndolo atornillado a la silla giratoria de antaño. Los días se suceden igual que las cifras siderales pero las siluetas de humanidad ya no frecuentan el lugar; enero, febrero, marzo, abril, mayo y…CHAU. Imbuido en un vacío intransferible baja la persiana de metal poco a poco, como si esperase que venga alguno de esos que vociferaban en la tele a cambiarle la suerte de golpe porrazo. Surcados por enormes bolsas, los ojos ya no sonríen y solo atina a preguntarse qué será de su existencia a solo dos meses de convertirse en sexagenario. Lo atormenta la nostalgia de un día a día que se le escurre como arena entre los dedos; el chusmerío con Doña Rosa, las bromas con Atilio después de cada Boca-River o el vínculo fraternal con Raulito, uno de los cartoneros que paraban a morfar su ínfima dosis diaria. ¿Dónde va a comer Raulito ahora? ¿Y yo? ¿Y tantos millones de números despersonalizados? Debatiéndose ante lo devastador de la incertidumbre un último instinto de supervivencia invade su interior; ese livianísimo consuelo de saber a conciencia que nada es para siempre, ni siquiera los lobos con piel de corderos.
                                                                                     
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