EL TRIUNFO DEL FRACASO
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Sabe de sobra el minúsculo Uruguay que algunos grasunes
de barrio cheto mantienen intactas, hasta cierta edad, las opciones de luchar
por el reinado, competir por el pedestal y disputar las bienaventuranzas del
cielo. No por grandeza innata, ni complejos de súper hombre nietzscheano, ni mucho
menos por destrezas fuera de lo común; sino porque estos extrañísimos especímenes
gozan de abundantes recursos materiales que a muchos les son retaceados por
obra y gracia de la vagancia, del destino, del creador, del azar o de los hijos
de puta; siempre dependiendo del cristal con que se mire. Sin embargo, estos
ejemplares ilustres del mal agradecimiento al capital, tocados con la varita
mágica de la comodidad, tiran a la marchanta sus opciones con furioso desdén. Arturo
Menéndez Perkins pertenecía a este selecto grupo de hombres que habitaban
Carrasco pero buscaban sus amistades en Jacinto Vera y La Comercial, que
cursaban en el British High school pero pertenecían al Liceo Zorrilla, de
aquellos que comprendían rápidamente que su esencia no era su historia y que
las rectitudes de la apacible vida condecorada tan solo le provocaban un
hondísimo sentimiento de hastío imposible de reprimir.
Desde
tiempos inmemoriales Arturito sufrió el ayer invisibilizado bullyng gracias a
esos enormes culos de botella que le adornaban una cara mofletuda y
desproporcionada; en aquella época de rayuela y rodillas mugrientas su cuerpo
retacón de primera fila escolar empezó a acumular los primeros rencores de la
infancia que duele en silencio, esa traumática vida temprana que se guarda,
guarda y guarda hasta que el día menos pensado explota como tiro por la culata.
Las diabólicas jugarretas de su escuela pública pero fifí, al revés de
derrumbarlo, le tonificaron el espíritu y le templaron el carácter; sin
embargo, la adversidad irreversible nunca le hizo piedra el corazón ni le
adormeció la fibra íntima. Fue 1 y 10, el bien y el mal, creció a los golpes
entre caviar modo fashion y choripán de carrito mal oliente; como enceguecido
por la posibilidad que le daba la existencia de conocer ambos lados del
mostrador, cara y cruz de esa moneda impredecible. Representaba a la ambigüedad
hecha carne, arma de doble filo, bomba casera a punto de explotar.
Acorde a
sus delirantes sentires alrtianos y a pesar de su origen irremediablemente
borgeano, Arturito hurgaba desalineado en los placeres de las miserias dichosas
que un día encontró en el alma multiforme de Silvio Astier (su Otro Yo
impracticable, alter ego inabordable), espíritu autodidacta y birlador de
lecturas ajenas, que iba y venía oscilante pero que en definitiva jamás se instalaba
dentro de ningún grupo que oliese a hegemonía. Entraba con hambre de sabiduría
en el círculo y horas después huía espantado por las solemnidades de ocasión ¿No
vas a presentar las obras? ¿No vas a sacar el libro? ¿Por qué no hablás con la
rubia Meche a ver si te acomoda? ¿No querés ser mejor? Eran algunos
cuestionamientos de sus emperifollados primos cada 24 de diciembre mientras
esperaban los cuetes de medianoche entre cabernet suavignon y un desubicadísimo
sushi de ocasión; agitando sus pupilas altaneras, respondía a viva voz que le
importaba cuatro pitos a la vela ser mejor que nadie, que los retratos del
empleado del mes no alborotaban sus hormonas, ni neuronas, ni mucho menos sus entrañas
sanguinolentas, que nada le aportaban a su electrocardiograma vital alguna que
otra escolaridad prolífera, ni los títulos consagratorios que usaba para
limpiarse el culo después del explosivo guiso de lentejas que preparaba La
Turca de Barros Blancos en las cenas post coito.
Se preguntaba porque sería tan
difícil de comprender que le diese nauseas al extremo del vómito hablar de
acumulación suntuosa, gasto público y la recreada (por enésima vez) teoría
darwiniana. La previsible respuesta de ciertas lógicas autómatas podía
esbozarse fácilmente y sin aspavientos: aquel discurso era incongruente por
donde se lo mirase teniendo en cuenta aquella pituca descendencia de oligarca
latifundista, los ríos de sangre azul que le corrían por la piel o el confort aburguesado,
prolongación de su ser. Ante dichos reclamos del lugar común el apelaba a la
erudición pueblerina, contestando con una frase del célebre Sócrates (no el
afamado sabio de la Antigua Grecia, sino el brasilero desprolijo que jugó a la
pelota entre los setenta y los ochenta) en atolondrado portuñol: “Nao me cobre
coherencia, eu sou uma metamorfose ambulante”.
Redondo
como siempre, con menos pelo y las mismas mañas, los desencuentros entre
Arturito y el planeta se sucedieron en cascada; tras decepcionar al padre y
abandonar el sueño ajeno de convertirse en ingeniero agrónomo, estudió mecánica
en la Utu pero ejerció como multiuso en todos los laburos habidos y por haber.
Sin hacerle asco a nada, zigzagueó sin rumbo topándose con tonificantes experimentos
a pura piel, aunque sin descubrir todavía el remedio contra su enfermedad
endémica. “Quiero soñar despierto” pensaba meditabundo mientras bichaba su flamante
programa de Aspirante a Poeta Pordiosero en esa universidad calamitosa, verdadero
canto a la precariedad edilicia; sin embargo, algo inenarrable subyacía en ella
y le alborotaba el avispero. Aquel
caserón infectado aceleraba sus latidos y en tiempos de desidia y asquete al
prójimo eso quería decir mucho para semejante alma en pena.
Allí empezaría a palpar la
contradicción hecha carne, el inusual afecto a lo intangible y al mismo tiempo
la miserabilidad intrínseca a nuestra especie; concebida la pasión en su real
dimensión como acción de padecer y con las caretas desvaneciéndose sin remedio
más temprano que tarde. De estos exponentes de leyenda aprendería que hay que
hacer y, más aún, qué no hay que hacer; se instruiría en el aula, seguiría en
la cantina o en los pasillos para terminar en el tugurio de la otra cuadra. Compartiría
el mundo del revés junto a barriletes infieles que deseaban curar heridas,
disimular carencias, mirar distinto, elucubrar insustancialidades monetarias.
Corrido el velo de su existencia hasta ayer falaz, la ansiada revelación pagana
irradiaba soles sombríos de vanguardia gastada y sin dobleces consensuados.
Por fin la gloria del colectivo
sarnoso le hirvió los poros y así conoció a las tan mentadas Sienes Ardientes
que pululaban esquivas hasta ayer, que no eran fantasía, ni mentira piadosa, ni
palabra hueca. Allí se movían volátiles, en clara desventaja contra las
ecuaciones de helados dígitos provenientes del “más acá” (“deliberadas
porquerías” como una vez dijo Teodoro Adorno), camaleónicas las obstinadas
Sienes y con la frente demasiado alta
avanzaban en quinta velocidad. Asomaba a su vez una secta docta, aspirante a la
perfección distópica más que a los experimentos del lodazal humano; mezquines
muchaches con la puñalada trapera a cuestas, vilificando el arte de saber Su
diferencia irreconciliable con semejantes “Iluminati” radicaba en las urgencias
de estos para divorciar el cerebro de las venas, ignorando deliberadamente
cualquier rastro de afectividad, como si se tratase de un lastre inoportuno que
tocaría cargar hasta el día del juicio final y que estaban dispuestos a
enterrar vivo.
La cuestión shakesperiana
que angustiaba a Sir Perkins era la siguiente: ¿Que hubiese dicho Fernando
Pessoa de este pánico a pensar sintiendo que incluía a catedráticos pedantes y
estudiantes de potenciales amputados? Lisa y llanamente, la sobre abundancia de
intelecto era proporcional a una alarmante falta de cojones. Esta pregunta
retórica y su ya previsible respuesta (previsible solo para quien conoce ese
desatino llamado Pessoa) no provocaron un rechazo inmediato en el nieto de
sojeros explotadores. Al contrario, estos mecanismos de defensa propios de
autoestimas mermadas cultivaban su empatía más pura y le daban la sensación de
estarse mirando en un espejo despiadado que lo llevaba hacia atrás; como si
reviviese la tormentosa época del infante vilipendiado que un día tuvo miedo
hasta de respirar. Aquel espacio identificaba a Menéndez Perkins en su vocación
desbocada, pero también en los dolores de antaño. Rozaba esa conquista inusual
de apropiarse con orgullo de la bondad y la miseria del tan invisibilizado Otro;
y en ellas se regodeaba como abeja surcando lagos de miel.
Rondando como trompo en aquel
laberinto cooptado por Platones de Biblioteca un día aconteció lo imposible y
el amor golpeo su ya resignada puerta; para sorpresa de todos, la agraciada no
era otra gordita bonachona, sino una historiadora rubionga de curvas
indescifrables y carnes no aptas para cardíacos, con aires de jipi-chic,
proyectos de liberación nacional y
antecedentes de cuna dorada. Cuando la idealización romanticista alcanzaba su
pico máximo vino una filósofa hegeliana igual de despampanante, pero de tez
morena, a romper el empalago amoroso. Luego fue el turno de la flaca pelirroja
y pechugona seguidora de Chomsky hasta la obsecuencia, que eligió escupirlo sin
asco y sin culpa, acusándolo de ser un lector maníaco-compulsivo.
Posteriormente llegó la hora de la antropóloga sexagenaria, la que, gracias a
sus perversas sinuosidades de flor madura, le hizo redescubrir una cien mil
veces redescubierta capacidad de asombro, en lo que a Kama Sutra se refiere. Como
no podía ser de otra manera, las convenciones extremas de aquella correctora de
estilo culminaron en previsible hartazgo prematuro. Pero como si fuese cosa de
mandinga, creer o reventar, la voz de Chizzo, el de La Renga, sonó imponente y
aguardentosa: “El final es donde partí” gritaba furioso el añejo compact disc,
mientras la lujuriosa Estelita llegaba a la vida de Arturito con intenciones de
quedarse. De culo grande y cintura ausente, con cuerpo de oso y espíritu de
sirena, amante de Bryce Echenique y odiadora de Vargas Llosa; letrista por los
cuatro costados e ideóloga de interminables nocturnidades bohemias, cómplice y todo en el desquiciado arte de amar.
A pesar de ese obstinado culto al “ensayo y error” que una tarde como cualquier otra desembocó en Estela, algunas cosas nunca cambian y cuando se habla de instinto de conservación Arturo piensa en “La Flia”. Todos los 24, a la misma hora y en el mismo cacharro desvencijado llega a la casona residencial de Tía Betty de la mano de su “Peor es Nada” (como hubiese gritado a los cuatro vientos el Tío Pocho, que en paz descanse) comprobando ante sus parientes sarcásticos que por más trillado que suene siempre existirá una Rota para un Descocido. Como en cada ritual de noche buena, los primos siguen emperifollados hasta el tuétano repitiendo añejos interrogatorios por aquella inaudita falta de ambición, por la deforme adicción a la inmaterialidad, por una voluntad inquebrantable de andar a destiempo, de rebelarse contra los preciosos planes que tenía preparado el futuro cuando era solo un botija de zapatos lustrados y raya al medio. Arturito ya no los registra y aplica el gesto burlón de la indiferencia pintada en la media sonrisa altiva.
Entonces cuando comienzan las insoportablemente leves charlas de motivación empresarial, bolsas de valores u objetivos a largo plazo; el ya cincuentón hombre sin corbata evapora su espíritu intransigente, transportándose junto a Estelita en un viaje tan incomprobable como real hacia callejones estrechos donde deambulan hordas de fantasmas librescos esparciendo anécdotas y pócimas de bebedores entrenados; ese rinconcito en el planeta, a veces apestosa burocracia literaria y otras barricada de letras amorfas, con sillas ocupadas por prestidigitadores contra evolución o malandrines de estatismo perpetuo, magos de oz empeñados en resistir y belinunes fáciles de engrupir. En ese deterioradísimo espacio físico sobrevuela el paroxismo simbiótico de los lunáticos viviendo de costado, suspendidos en el tiempo y haciéndole “leru leru” a la zonza exterioridad. En ese discurrir sin concesiones y aparentemente estéril está la razón de esta Sinrazón Arturiana; razón de corazones excéntricos y empuñaduras ambidiestras que dibujan caudalosos ríos de tinta bruja, siempre ajenos al manual tedioso de la aceptación mayoritaria.
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