AURA DE UNA ESQUINA
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Sin ánimos de ponerme auto referencial conviene empezar diciendo que siempre preferí lugares chicos antes que grandes, el pub sin firuletes antes que el boliche fashion, la cálida rusticidad al helado glamour de los insulsos. Hablando claro y sin aspavientos soy un niño explorador de bares que devienen templos sagrados. Cuando menos lo esperás dichos espacios públicos se te hacen carne como una prolongación del ser y pasan a formar parte de tu imaginario, tu identidad y tu sueño colectivo; ese sueño colectivo que jamás resignás aunque un montón de emprendedores proactivos y adaptados te repitan “Hay que ser realistas Nachito”.
En esta categoría de santuarios de perdición y locos lindos podemos hallar al entrañable Bar Bass; marca registrada en el corazón de Pocitos, esquina (ya mítica a esta altura) donde se encuentra Charrúa con Brito del Pino y en la que nos encontramos decenas de lunáticos. De afuera solo vas a ver una casona vieja y convencional para nuestros parámetros arquitectónicos, pero apenas ingresados al antro el paisaje modifica drásticamente nuestra estética monótona de pequeños burgueses, los lugares comunes se desvanecen poco a poco y la paleta de colores se diversifica y multiplica.
Tan solo con abrir esa puerta destartalada y mirar para adentro entendés que un inexpugnable modo vintage está merodeando en la vuelta, te rodea la manzana y se apodera de tu ser nostálgico por naturaleza. Suenan Los Redondos, marchan las muzzarellas, corren a rolete los súper fernet y las birras. Las paredes decoradas a puro rocanrol son fuertes llamadores, cautivantes y libérrimas, con vida propia a pesar de su condición de objetos inanimados. Huelo Hogar, respiro nobleza sin complacencia, se habla a los gritos, se ríe estruendosamente, se discute con vehemencia, se abraza sin pudor, se despliega una fraternal comunión de códigos tácitos. Estamos ante una especie de institución desacralizada, sutil forma de resistencia ante la barbarie legitimada que te devora día a día. La secta de barbudos/as/es no reclama perfección y solamente aspira a cooptar la esencia del ser íntegramente genuino.
Tal como suele suceder en la historia de la literatura universal, a veces las claves de un personaje o de una historia no deben buscarse en lo que se lee sino en lo que no se lee, no en lo que se ve, sino en lo que no se ve, en ese intangible que se nos escapa como agua entre los manos. Solo así podremos comprender que no se trata de las paredes, ni del rock, ni de la muzzarella, ni del súper fernet, ni de los pizarrones impregnados por una tiza amorosa que reza “Gracias por hacernos libres”; el quid de la cuestión está en los artífices tras el oro que reluce, en los espíritus que subyacen a la materialidad, en los estilos marcados y las improntas que desarrollan el acto creador. En las venas sanguinolentas del bar tender, la moza, el cocinero y un selecto grupete de curdas y comensales; todas pruebas vivientes de que lo esencial es invisible a los ojos como te contó Saint Exupery cuando eras un pendejito come mocos.
Allí vive el aura intransferible de una esquina montevideana parecida a cualquiera pero distinta a todas. El teórico alemán Walter Benjamín definía el concepto de aura como una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse. De existir reproducción el aura de la obra de arte muere inevitablemente. En honor a este teutón sagaz diremos que a Bar Bass se lo podrá imitar pero jamás igualar, que acá el aura no se reproduce ni se mata, pero puede reinventarse cualquier día de la semana. Y que por eso nos vamos, pero siempre andamos volviendo; con los cuerpos, las mentes y las almas.
@naturacontracultura 2012-2020
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