LO INEXORABLE

        
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       “La vida es una tómbola” de Manu Chao retumba y machaca como triste melodía que me oprime el esternón, fundiéndose la obra con la realidad irremediable. No había manera que esta existencia divinamente impura y amoral no se encomendase a las contingencias del juego de azar, ni había forma de imaginar que esta aventura shakesperiana no tuviese un desenlace trágico y difícil de digerir para los que crecimos considerando a la redonda como una extensión de esa zurda inalienable. Como ateo devoto nacido en los ochenta, estoy acá con la firme convicción de que caeré preso de los lugares comunes, que escupiré encima de las politiquerías leguleyas, que no podré escapar a los verosímiles mitos del fenómeno popular; estoy acá sin tener muy claro que decir ni como decirlo, pero me siento frente a este vejestorio de monitor con una necesidad imperiosa que me perfora el intestino y me impulsa a decir algo, aunque ese algo se diluya como la nada misma entre miles de panfletos aduladores y condenas moralistas. 

         Voy a divagar en cascada sobre el petiso compadrón, el Al Pacino del fobal, un Tony Montana o un Carlito Brigante que borró los límites, evadió los filtros y sacó el pie del freno, ciegamente. El elixir de las paradojas, el súmmum del oxímoron, el vagabundo de smoking blanco, el dios más falible; ninguno más coherente en la peripecia de la incoherencia, tan radicalmente humana. Me di cita en esta silla saltarina con la consigna puramente visceral de extirpar una obsesión teñida de goles obscenos y geniales que pasean como exhalaciones por mi corteza cerebral; esa delgada lámina de materia gris donde conviven la percepción, la imaginación, el juicio y el pensamiento. 

        El juicio y el pensamiento hoy se quedan deliberadamente en el banco de suplentes, mientras la imaginación y la percepción están a flor de piel como la número diez del “barrilete cósmico” dejando en el camino a tanto inglés, como la gloriosa trompada al vigilante con micrófono que esperaba agazapado tras una noche de excesos napolitanos, como ese tendal de frases desperdigadas en la memoria colectiva: Sabés el jugador que hubiese sido si no hubiese tomado cocaína, Vos también la tenés adentro Pasman, La pelota no se mancha. Llegar al área y no patear al arco es como bailar con tu hermana. Pero al final sabíamos que de tanto tirar la cuerda se iba a escapar la tortuga y allí estarían los que orinan agua bendita para dictar sentencia con vehemencia impostada. 

         Todavía no sé qué estoy diciendo, sigo sin tener mucha idea de que hago acá, de qué sentido tienen mis palabras y tal vez prefiera no saberlo. Solo estoy en condiciones de afirmar que el 25 de noviembre no se murió el mejor jugador de la historia ni el más célebre de los mortales; sino el tipo que en el mundial 90 con el tobillo hinchado hasta reventar puso mano a mano al Cani para vacunar a los brasileros, el que me hacía saltar de la cama los domingos de mañana y ponía al Sur de Italia en el mapa, se fue el Ethan Hunt del verde césped y se terminó la épica de una infancia que jamás volverá. Si señoras, si señores. Hoy mi tiempo es más inexorable que ayer.

                                                       @naturacontracultura 2012-2020

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