FUEGOS QUE NO SE APAGAN

             

         Contrasentidos de la sociedad, metamorfosis del espacio, arbitrariedades de las épocas, jovenzuelos atolondrados y nada sumisos con voluntad de comerse a los niños (y a los boludos) crudos. Estos dos personajes, sobre quienes narraremos a continuación, habitan el siglo XXI pero sus corazones pertenecen a un tiempo atemporal. Dos sensibilidades en carne viva que se burlan con descaro de este sofisticado coliseo donde habita la caterva de loros abombados, adaptados sin aura y felices ensalzadores de lugares comunes. Vamos a chamuyar sobre dos personalidades que no se entregan a la correntada, imberbes que no callan y regalan más caras de culo que sonrisas; pero que cuando sonríen lo hacen con el alma y con las tripas.

Thiago tiene 17 y está perdidamente
enamorado de las épicas narrativas. Coloso de las melodías versátiles, melómano irremediable, creativo tira bombas que raya, con talento excelso, las paredes de Rocha y La Paloma. Tan poco propenso a la disciplina y a las estructuras el pendejo esclarecido hace uso y abuso de ese intelecto sagaz que muchas veces lo enceguece y lo endulza por demás. Paloma tiene 16 y ya es una bailarina convencida, vocacional, entusiasta que sabe hacia dónde va a pesar de su precoz recorrido en este mundo cruel. Con agallas y sin aspavientos, sin interés alguno por copar la escena, con la infrecuente templanza de quien prefiere quedarse en el rincón y dejar que la perrada ladre.

Pero Thiago no es sin Paloma y Paloma no es sin Thiago. Incipiente cadena mágica, par de eslabones en permanente retroalimentación, versos inseparables de una misma poesía hechicera, mezcla de fueguitos que te arman un incendio de campeonato. Purezas en extinción aprendiendo el derrotero de la majestuosa impureza, yendo y yendo, agarrados fuerte de la mano en esta aventura vital que promete tormentas fuertes y vientos huracanados, los cuales serán sorteados no sin sangre, sudor y lágrimas. Mequetrefes empeñados en aplastar los dictámenes del calendario, gritarnos sin palabras acerca de la inmaterialidad y machacarnos conceptos en desuso.

Cuando él habla de ella, durante una noche de catarsis y murga, hay que verle los hilos de baba imaginaria que se le desprenden de la comisura de los labios, hay que ver sus ojos inmensos perdidos en el cosmos, hay que aguzar bien el oído para escuchar ese suspiro amoroso que deja un eco interminable repiqueteando en el ambiente. Cuando ella lo escucha tocar la guitarra y luchar frente a sus temores escénicos parece estarse derritiendo a fuego lento, progresiva y ligeramente, como una veterana de mil batallas que observa embobada a su esposo con 56 años de incondicionalidad en el lomo. Como si fuesen mi viejo y mi vieja mirándose a través de esas pupilas extasiadas, divinas e imbéciles mientras suena la canción que un día los unió para siempre.

            Thiago y Paloma son dos criaturitas impertinentes y poco complacientes que han venido a refrescarnos la memoria y a sentenciar que algunas cosas continúan firmes e inconmovibles, aunque lo efímero arrecie sin piedad. Dos irreverentes en potencia que pueden enseñarle a un hombre de 42, (aparentemente) hecho y derecho, sobre el amor a cartas vistas y la vida en su punto de ebullición. Thiago y Paloma crecerán, volarán, cambiarán y tal vez (solo tal vez) algún día ya no sean uno, pero el poderosísimo legado de esta historia seguirá vigente, se reciclará dos por tres y nos mostrará que, a pesar de tanto cliché desvanecido, no todo está perdido. 

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